viernes, 20 de junio de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA: Una antología en cuatro trazos. III " Lucía, la que aún dibuja."

 


© Berta Martín de la Parte . Imagen creada con IA.


Introducción

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO No BORRA, reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación. Hoy publico el II relato titulado: Lucia, la que aún dibuja.

Enlace al primer relato: Elías, el hombre que se borraba.

Enlace al segundo relato: Clara, en el papel del viento.


"Lucía, la que aún dibuja"

Lucía siempre supo que algo era distinto en ella.

Mientras los demás corrían por la vida como si el tiempo fuera un trazo que no admitía correcciones, ella caminaba despacio. Observaba. Tocaba las cosas como si temiera que se borraran. Porque lo sabía, sin saber cómo: todo lo hermoso se desgasta.

Desde pequeña, dibujaba. No por talento, sino por necesidad. Como si el mundo fuera demasiado frágil y su deber fuera atraparlo antes de que se deshiciera. Dibujaba manos, puertas abiertas, miradas entre desconocidos. Y en sus cuadernos, los colores eran más intensos que en la vida real. Como si pudiera restaurar lo que los años robaban.

Cuando su madre comenzó a perder la memoria, Lucía dibujó sus ojos. Lo hizo cada día durante meses. No para retenerla a ella, sino para no olvidarse de sí misma al verla desvanecerse.

Una tarde cualquiera, conoció a Elías. No fue una conversación larga. Apenas cruzaron palabras mientras ella esbozaba el banco en el que él solía sentarse. Pero había algo en su figura —en su contorno apenas visible— que la detuvo. Elías era como un trazo que no se decide a quedarse en el papel. Un hombre en proceso de desaparición, pero sin tristeza. Con la serenidad de quien ha entendido el cambio.

Ella no lo dibujó esa vez. Lo observó. Lo guardó. Como se guardan los tonos exactos del cielo al atardecer.

Después, vino la segunda coincidencia.

Clara apareció en un sueño. Lucía la vio con total nitidez, con la claridad extraña de las visiones que no son del todo propias. Estaba de pie frente a una ventana sin vidrio, con las manos alzadas, tejiendo hilos invisibles que flotaban hacia el horizonte. Y Lucía, aún dormida, entendió: aquello no era un sueño. Era una invitación.

Desde entonces, algo cambió en su forma de dibujar. Los trazos eran más sueltos, como si una voz suave —no suya— la guiara. Empezó a pintar con los ojos cerrados. A dejar que los colores eligieran su lugar. No firmaba los cuadros. No los mostraba. Los dejaba en bancos, en estaciones, en los pasillos de hospitales.

Y entonces sucedió lo imposible.

Un niño encontró uno de esos dibujos. Lo miró largamente y le dijo a su madre: “Ella me recuerda a la señora que vino ayer en mi sueño. La del chal invisible.”

Lucía escuchó eso al pasar, y supo. No era la única.

Alguien estaba hilando almas.

Ya no se trataba de retener formas, sino de liberarlas. De entender que, si bien todos somos dibujos, algunos también son puentes. Y Lucía había sido elegida para ser uno de ellos.

Ahora pinta sin miedo. No para detener el tiempo, sino para traducirlo. Cada dibujo es un gesto hacia los que se están borrando. Un reconocimiento. Una bienvenida. Un susurro: te veo, aunque ya no estés del todo.

Lucía no necesita saber quién fue Clara ni por qué Elías la sigue visitando en sueños. Lo siente. Está dentro del trazo. En la suavidad del color que no se nombra.

Y pronto, sin saberlo aún, ella también será parte de una historia mayor.

Una en la que tres dibujos se encuentran. No para permanecer, sino para revelarse.

Fin


Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos cordiales para todos.

Seamos felices.


viernes, 30 de mayo de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA. Una antología en cuatro trazos. II, CLARA, EN EL PAPEL DEL VIENTO.



© Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA.


Introducción

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA, reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación. Hoy publico el II relato titulado: Clara, en el papel del viento. Enlace al primer relato: Elías, el hombre que se borraba.


  II "Clara, en el papel del viento"

El día que Clara dejó de respirar, no fue el final. Fue apenas un cambio de trazo.

Ella lo supo antes que nadie. Una mañana, lo sintió en los dedos: ya no podía coser con precisión. Las agujas resbalaban de su tacto como si fueran de humo. El mantel que bordaba para acompañar las tardes comenzó a desdibujarse. El pájaro que había nacido en la esquina superior se deshizo en hilos sueltos. Clara no lo corrigió. Lo dejó volar.

Había aprendido, con los años, a aceptar la pérdida como parte del arte de estar viva. Porque la vida —ella lo entendió antes que Elías— no era una obra terminada. Era un dibujo que se deshacía a medida que uno lo recorría.

Desde su lugar más leve, Clara ahora observa. No como se observa con ojos. Lo suyo es un mirar hecho de presencia. Es parte del aire que toca la frente de Elías cuando duerme. Está en el temblor de las hojas cuando él pasa cerca de un árbol. En la manera en que una canción que ya no suena sigue recordándose. Elías no lo sabe, pero la siente. La siente en los silencios que no pesan. En las palabras que aún puede decir sin voz. Y cuando recuerda —cuando vuelve a ella en sus pensamientos, al aroma del pan por las mañanas, al roce tibio de una caricia ya ida— Clara se pinta por un instante. Aparece, fugaz y vibrante, en el lienzo de su mente.

Porque eso es lo que son ahora: recuerdos con cuerpo tenue. Pero no todo se borra.

En la ciudad, otros también comienzan a perder color. No es una maldición, ni un castigo. Es simplemente el paso a otra forma. Hay niños que nacen ya con líneas suaves, como si vinieran al mundo sabiendo que el trazo no es lo importante. Hay ancianos que, al borde de desdibujarse por completo, se iluminan de dentro hacia afuera, como si el alma finalmente alcanzara la superficie.

Y entre todos ellos, Clara , desde ese lugar leve, ha comenzado a tejer algo nuevo. Sin manos, sin hilo. Con memoria. Teje un mapa invisible de los que ya no están completos pero aún existen. Los que fueron dibujos y ahora son viento. Los que dejaron de tener forma, pero siguen tocando cosas: flores, rostros, ideas. Como notas de una canción que no se escribe, pero se siente.

Ella es parte de esa sinfonía leve. Y en ella, Elías es un instrumento más.

Una noche, Elías se sentará en el banco donde solía esperarla. No hablará. No llorará. Solo dejará que el silencio se pose sobre sus hombros como un chal. Y entonces, lo sentirá: una ráfaga tibia, un leve olor a lavanda, un color que no se ve con los ojos. Clara!

No será un fantasma, ni una aparición. Será presencia: exacta, callada, incorpórea. Como un trazo en el aire que aún no se borra.

Elías cerrará los ojos. No necesitará más pruebas.

A su lado, sobre la madera vieja del banco, encontrará un cuaderno abierto. Con una figura dibujada, aún inacabada, aún viva. La imagen de una muchacha de ojos grandes y silencios largos, que parece dibujar lo que el mundo no ve. Firmado con el nombre Lucia.

Y así continuará su historia:

No serán líneas, ni páginas, ni cuadros. Serán pasos que se dan sobre el papel de su propio mundo, dejando marcas que solo los que han empezado a borrarse pueden leer.

Porque hay vidas que no se olvidan. Se transforman. Se funden con el aire. Se hacen parte de todos.

Como Clara. Como Elías. Como nosotros, los que un día fuimos dibujos y ahora, con cada gesto, nos estamos volviendo eternos.

Fin

Continuará con el siguiente capítulo titulado " Lucia, la que aún dibuja"

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos cordiales para todos.

Seamos felices.





viernes, 9 de mayo de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA -Una antología en cuatro trazos. I. Elías, el hombre que se borraba.


© Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA


Introducción

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA, reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación.

 

I. Elías, el hombre que se borraba:

Durante años, Elías creyó ser un hombre completo. Sentía que caminaba con peso, con presencia, como si su sola sombra pudiera afirmar su lugar en el mundo. Lo habían dibujado bien: con líneas firmes en la espalda, trazos profundos en la mirada, y un corazón lleno de color. O eso pensaba.

Vivía entre personas que, como él, parecían salir de un cuaderno de artista. Había mujeres con curvas de pincel, niños con risas en acuarela, y ancianos con texturas rugosas como papel cansado, pero aún íntegro. Todos tenían color. Todos tenían forma.

Pero una mañana, mientras se afeitaba, Elías notó algo extraño en el espejo. No era la arruga junto al ojo, ni el cabello que se iba volviendo ceniza. Era otra cosa. Un leve desvanecimiento en el contorno de su mandíbula. Una suavidad extraña, como si alguien hubiera pasado una goma de borrar por su perfil. Se frotó la cara, creyendo que era vapor, pero no. La línea ya no estaba.

En los días siguientes, comenzó a perder colores. Primero fue el azul profundo de sus ojos. Luego el ocre de sus manos curtidas por el trabajo. Después, el rojo que sentía en el pecho cuando miraba a Clara, la mujer con quien había compartido su vida. Se miraba en los reflejos —en los charcos, en los cristales— y cada vez se parecía más a una sombra mal trazada.

“Te estás apagando”, le dijo un niño una tarde, al cruzarse con él en la plaza. Elías sonrió, pero el niño no devolvió el gesto. Lo miró como se mira un dibujo que alguien dejó a medio hacer.

Lo peor no era perder los colores. Era lo que venía con eso: los recuerdos. Las voces del pasado comenzaban a sonar lejanas, como si se hundieran en el fondo de un mar gris. Los nombres importantes se le escurrían entre los dedos. Su propia voz ya no tenía peso. Cuando hablaba, sentía que su aliento no movía el aire.

Clara, sin embargo, no parecía preocuparse. Lo miraba como si aún estuviera completo. Como si su piel no se estuviera volviendo translúcida, como si su risa aún tuviera volumen.

“¿No ves que me estoy borrando?” le preguntó una noche, con un susurro quebrado.

Ella se acercó y le acarició el rostro. “No te estás borrando, amor. Estás cambiando. Estás dejando espacio para otras formas.”

Elías no entendía. ¿Cómo podía alguien vivir sin líneas, sin color, sin densidad?

Pero una mañana de otoño, Clara no despertó.

Fue entonces cuando Elías comprendió.

La vio en su lecho, serena, y la sintió más real que nunca. Clara, que había comenzado a perder sus propios colores semanas antes, ahora era apenas una silueta tenue, pero contenía toda la belleza de una vida entera. No había en ella trazo firme ni tonos vivos. Había, en cambio, una claridad profunda, como si hubiese llegado al último plano de su forma: el del alma.

Elías salió de la casa y caminó por la ciudad. Cada rostro que pasaba parecía perder y ganar color al mismo tiempo. Vio a una joven llorar en una esquina y supo que ese azul brillante en sus lágrimas era temporal. Vio a un viejo contar historias en una plaza, y notó que de su boca salían hilos dorados que apenas tocaban el aire. Vio su reflejo en una vidriera, y por primera vez, no se sintió menos por no tener forma definida.

Ya no era el dibujo que fue. Pero tampoco era vacío. Era otra cosa: un trazo en movimiento, un contorno flexible, un recuerdo que se sigue dibujando.

Y pensó que, quizás, lo más valioso no es conservar la forma, sino haberla tenido alguna vez. No es el color lo que importa, sino el haber tocado a otros con él. No es el dibujo lo que sobrevive, sino el gesto que lo inició.

Desde ese día, Elías caminó sin miedo. Sabía que seguiría perdiendo pigmentos. Sabía que se volvería cada vez más transparente, más leve, más viento. Pero también sabía que, en alguna parte, alguien lo recordaría con los colores exactos. Y eso bastaba.

Porque nadie se borra del todo, mientras haya quien recuerde cómo se dibujó su alma.

Fin,

Continuará con el siguiente capítulo titulado " Clara, en el papel del viento"-


© Berta Martín de la Parte.

Saludos cordiales para todos.

Seamos felices.💑



lunes, 28 de abril de 2025

! El peso de las alas !

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El peso de las alas"

Me quedo porque me puedo ir cuando quiera. Lo repito como un conjuro, como una certeza que me resguarda de la jaula invisible que este lugar insiste en ser.

Afuera, el viento muerde las copas de los árboles, juega con las hojas secas y dibuja caminos de polvo en el aire. Adentro, el tiempo es un estanque, una sombra que se alarga sin moverse. Pero no me asfixia. No del todo.

Él está sentado junto a la ventana, con la misma postura con la que lo vi hace un año, hace un siglo, hace un instante. No habla, pero sus ojos me preguntan si hoy será el día en que mi sombra desaparezca de esta casa.

—¿Quieres té? —pregunto, como si ese fuera el hilo que mantiene en pie la estructura.

Asiente. Yo me levanto y dejo que el agua hierva con la paciencia de quien no teme la espera. Afuera, el viento cambia de dirección. Adentro, las paredes me observan con la indulgencia de quien sabe un secreto.

Puedo irme cuando quiera.

Esa certeza es lo único que evita que me disuelva entre estas paredes, que me vuelva uno con los muebles gastados, con el eco de los pasos en el pasillo. Porque la libertad no siempre es huir. A veces, la libertad es saber que podrías huir y elegir quedarte.

Cuando vuelvo con las tazas humeantes, su voz rompe la quietud:

—Hoy soñé que volabas.

Lo miro, esperando más.

—No tenías alas, pero volabas.

Sonrío, porque no necesito alas. Tengo la llave en mi bolsillo, el aire en mis pulmones, el viento que espera allá afuera. Tengo la certeza de que el mundo sigue existiendo más allá de esta casa, de que los caminos aún llevan a otros lugares.

Y sin embargo, me quedo.

No por miedo. No por costumbre. No porque el amor me ate a su sombra, ni porque la historia que compartimos me encadene a esta quietud. Me quedo porque en la posibilidad de irme encuentro mi libertad. Porque mi voluntad pesa más que cualquier puerta cerrada, más que cualquier murmullo del pasado.

Él sopla la superficie del té, observa el líquido temblar bajo su aliento. No me pide que me quede ni que me vaya. Sabe, como yo, que no hay barrotes más fuertes que los que uno mismo elige.

El viento empuja las ventanas. El día se pliega sobre sí mismo. Y en el fondo de mi pecho, una certeza: si un día me voy, será porque quiero. Pero hoy, hoy elijo quedarme.

Final.

© Berta Martín de la Parte.

Saludos para todos, seamos felices.



lunes, 7 de abril de 2025

¡ Por el alma de Dulcinea!

 

Imagen © Berta Martín de la Parte


¡ Por el alma de Dulcinea!

Era una noche tranquila del 2025, y en una de las salas de una antigua biblioteca que pocos recordaban, sucedió algo extraño. 
No era una biblioteca cualquiera , era un escondite de libros antiguos, de esos que llevaban siglos esperando a que alguien los abriera. Las estanterías, que estaban cubiertas de polvo y eran de madera oscura, crujían como si quisieran hablar, lo que generaba una atmósfera misteriosa y cargada de historia en el espacio.
 Algunas tenían letras doradas talladas a mano, otras mostraban cicatrices del tiempo, con marcas de dedos que alguna vez acariciaron sus estantes . Allí descansaban ediciones raras, primeras publicaciones, y volúmenes que ya nadie imprime.

Entre los pasillos, bajo la tenue luz amarilla de unas lámparas colgantes que parecían suspendidas en el pasado, se encontraban dos colosos de la literatura: Miguel de Cervantes y León Tolstói, cada uno representado por sus obras más icónicas. Sus libros no deberían haberse tocado, pero alguien, quizás por descuido o curiosidad, los había colocado juntos.

Cervantes y Tolstói habían sido puestos juntos en el mismo estante, Más aún, " Don Quijote de la Mancha" descansaba justo al lado de " Anna Karenina".

Fue entonces cuando ocurrió algo inesperado:

Las páginas comenzaron a moverse, susurrando como hojas agitadas por el viento. De pronto, una sombra emergió del tomo de Cervantes. Era él, don Quijote de la Mancha, con su armadura desgastada y su fiel lanza en mano. A su lado, aparecía Sancho Panza, su inseparable escudero, frotándose los ojos como si despertara de un sueño profundo.

—¡Por el alma de Dulcinea!— exclamó don Quijote, observando su alrededor—. Sancho, ¿Qué
clase de encantamiento es este? No reconozco este paraje ni veo a nuestros enemigos los gigantes.

Sancho, rascándose la cabeza, replicó:

—Señor, me temo que hemos sido trasladados a un lugar fuera de nuestro tiempo. Y mire usted, que esos libros no parecen molinos.

Antes de que don Quijote pudiera responder, un movimiento en el libro contiguo los interrumpió.

Desde las páginas de "Anna Karenina", surgió una figura femenina de elegancia innegable. Llevaba un vestido negro largo, de esos que caen con la elegancia de otros siglos, con bordados que brillaban apenas bajo la luz tenue. Era el tipo de prenda que hablaba de bailes en salones dorados y paseos por calles nevadas de San Petersburgo. Su rostro, hermoso y sereno, estaba marcado por una tristeza profunda, como si cargara con un amor imposible en cada mirada. Anna Karenina, con la dignidad y el dolor de quien ha amado demasiado, había cobrado vida.

—¿Dónde estoy?— preguntó ella con voz suave, mirando a su alrededor con desconcierto—. ¿Quiénes son ustedes?

Don Quijote, sin dudarlo, inclinó su cabeza y respondió:

—Dama en desgracia, no temáis. Soy don Quijote de la Mancha, caballero andante, protector de los oprimidos y salvador de doncellas en peligro. Decidme, ¿Qué infortunio os aqueja?

Anna esbozó una sonrisa triste y bajó la mirada.

—El amor... o la falta de él. Mi vida está escrita en tragedia, y mi destino está marcado por la fatalidad. No hay salvación para mí.

Sancho se acercó a su señor y, con el ceňo fruncido, murmuró:

Señor, esto me huele a uno de esos dramas de los que habla el cura los domingos, con mucho amor, mucha pena... y un final que no hay quien lo arregle. Yo digo que mejor nos damos la vuelta antes de que acabemos metidos en líos que no son nuestros.

Pero don Quijote no era de los que retrocedían ante la adversidad.

—¡De ningún modo!— exclamó—. No permitiré que la desesperanza os consuma, noble señora. ¡Yo os salvaré!

En ese momento, un nuevo resplandor iluminó la estancia. Entonces desde el interior de un voluminoso ejemplar de " Guerra y paz", surgió una figura imponente. Era León Tolstói, con su larga barba blanca como las nieves de su Rusia natal, y unos ojos que parecían haber visto todos los dolores del alma humana. Dio unos pasos, caminando con esa calma de quien conoce los laberintos del espíritu, y en su expresión había una mezcla de compasión y resignación, como si cargara sobre sus hombros las tragedias de cada uno de sus personajes. Se detuvo frente a Don Quijote, Sancho Panza y Anna Karenina, con la solemnidad de un sabio que no necesita levantar la voz para hacerse escuchar.

—Don Quijote, caballero noble, vuestra intención es buena, pero no podéis cambiar lo que ya está escrito— dijo con voz profunda—. Anna pertenece a su destino, al igual que vos al vuestro.

Pero el caballero no se dejó amilanar.

—¡Siempre hay esperanza!— proclamó, golpeando su lanza contra el suelo—. Mi deber es enfrentarme a los gigantes de la desesperación, ¡aunque solo sean sombras en el viento!

Tolstói sonrió con melancolía y miró a Anna con ternura.

—Quizás no podamos cambiar lo escrito, pero podemos ofrecer una pausa, un respiro. Por esta noche, Anna, ¿aceptaríais un cambio en vuestra historia? Un momento lejos de las páginas de vuestra tragedia.

_ Anna lo miró con una mezcla de sorpresa y desconcierto. Sus ojos recorrieron el lugar como quien despierta en un sueňo del que no recuerda haber entrado. No reconocía la época, ni siquiera el idioma que flotaba en el aire. Las estanterías altísimas, las lámparas eléctricas, el eco sutil del mundo moderno que supuraban las paredes...todo le era ajeno... Los ruidos que provenían del exterior... Acercándose a una de las ventanas, pudo contemplar "los coches" aparcados iluminados por las farolas, se preguntó en dónde estaban los carruajes, los abrigos pesados , el murmullo de la nieve cayendo sobre los tejados rusos.

Volvió la vista hacia don Quijote, y esa figura desgarbada, con su armadura vieja y su nobleza incorruptible, le pareció de pronto lo único cierto en aquel entorno desconocido. Su determinación la desconcertó tanto como la conmovió.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que quizás, solo quizás, no todo estaba perdido.

—Acepto— dijo con un suspiro.

Sancho bufó y se cruzó de brazos.

—Pues esto va a ser un lío...

Pero don Quijote sonrió, satisfecho.

—¡Entonces, partamos!— exclamó—. Esta noche, mi señora, sois libre.

Y así, bajo la luz titilante de la biblioteca, los tres personajes se alejaron juntos, mientras Tolstói y Cervantes intercambiaban una mirada cómplice, como si ya supieran que, al amanecer, todo volvería a su orden natural. Pero hasta entonces, la historia de Anna Karenina no terminaría en tragedia. Al menos, no aquella noche.

Fin

SALUDOS PARA TOD@S, inventar es también un modo de vivir!

© Berta Martín de la Parte.










lunes, 31 de marzo de 2025

" Ausencias y compañías "

 



Imagen: © Berta Martín de la Parte


Han pasado dos semanas desde que su esposo partió al extranjero para un viaje de negocios.

Ella acaba de regresar de una escapada a Estambul, un sueño largamente acariciado: perderse en sus calles, dejar que la piel se impregne con el aroma embriagador de las especias que invaden la ciudad, que se adhieren a cada rincón, a cada hendidura de las piedras antiguas.

Ahora, de vuelta en casa, aún le envuelve el eco de esos perfumes orientales. Está sola. A veces, inmensamente feliz. El silencio y el espacio le pertenecen por completo.

A veces, simplemente, no tiene  ganas de hacer nada. Cocina  para varios días, evitando la rutina diaria de cocinar. Lee, plancha, friega el suelo, limpia los cristales de las ventanas, que falta les hacia. Luego se  detiene ante la ventana del  salón. Al otro lado, una guardería. Observa cómo, a determinadas horas, madres y padres llegan a recoger a sus hijos, escucha sus voces y casi imita sus  movimientos que con el paso de los días han conformado  un ritual predecible.

Se gira y regresa al interior, al espacio real,  del piso, es como si se hubiera marchado y de repente decidiera regresar. .  Es su retaguardia y refugio, construido con paciencia y soledad, con idas y vueltas, con certezas que se desmoronan y negaciones que se imponen. Con ausencias y compañías. Con preguntas sin respuesta o, peor aún, con respuestas disfrazadas de verdades inventadas.

                    Hace un par de días se despertó antes de tiempo, cuando el reloj aún dibujaba las seis en su esfera silenciosa. Su cuerpo, ligero y descansado, se deshizo de la sábana con naturalidad y, sin pensarlo demasiado, se dejó guiar por el aroma imaginado del café. Qué dulces son esas rutinas que acarician el paladar y envuelven los sentidos en un abrazo tibio.

El sol de la madrugada se deslizaba travieso por el ventanal de la cocina, derramando su luz dorada sobre la mesa. Afuera, las buganvillas la saludaban con su estallido de lilas y morados, mientras los geranios recién florecidos danzaban al compás de la brisa matinal, celebrando el renacer de una nueva primavera.

Tal vez fue el polen suspendido en el aire, las melodías susurradas por el viento o, quién sabe, quizá la culpable fue la cafeína recorriendo su sangre. Lo cierto es que, sin el menor atisbo de arrepentimiento, sintió el deseo ardiendo bajo su piel. Un anhelo íntimo, solitario, suyo y de nadie más.

Quizás todo comenzó al ver aquel video en su móvil: una mujer de edad avanzada, con la seguridad de quien ya no teme al deseo, aferrada al micrófono del entrevistador, proclamando con una sonrisa traviesa: "¡Qué maravilla cuando una se hace mayor y descubre que es multiorgásmica!"

Se quedó mirando la pantalla un instante más, mientras una sonrisa imperceptible curvaba sus labios.


Se dirigió hacia el cuarto de baño. Todavía no le había desaparecido  ese rictus facial de recién levantada . Las ojeras, que cada día eran más visibles, le  saludaron al observarse en el espejo. Se liberó del pijama, ese que compró  en uno de sus viajes, y que es de un tejido suave y agradable, y por cierto, que cuesta mucho quitarse, porque como dice su  amiga Lidya, con el pijama y la bata es como mejor se está en casa. 


Su cerebro, siempre adelantado, planeaba, imaginaba, deseaba, sentía, vibraba, se estremecía… Y sí, había encontrado por fin ese prodigio de la tecnología moderna: el vibrador de última generación. Un invento pensado, al fin, para ellas, sin distinción de edad ni color de piel, un regalo de la ciencia al placer femenino.

Allí estaba, oculto entre la ropa íntima, en su santuario privado. ¿Dónde mejor para resguardarlo? Un lugar tan secreto y reservado como la propia vagina, esa cavidad estratégicamente diseñada desde los tiempos de la Creación. Un refugio de placer y misterio, donde el órgano masculino, en su exploración ansiosa, se adentra como un peregrino en busca de su destino. Pero no, esta concha no es de las que marcan el camino a Santiago. Es la cuna del goce y del origen de la vida, la puerta por la que los espermatozoides inician su viaje ascendente, cruzando el umbral del útero en su afán de encontrarse con el óvulo.

Entre ciencia y deseo, entre carcajada y reflexión, la conclusión era clara: el placer no debía ser un privilegio ni un tabú, sino un derecho bien merecido

¿Pero desde cuándo, en su caso, toda esa sapiencia se había traducido en realidad? Digamos que desde tiempos inmemoriales... Relación sexual—pronunciarlo en voz alta era casi como escuchar un idioma extranjero, uno que su entendimiento había dejado de hablar, al menos en su propia piel.

Por supuesto, ella no tenía  el menor interés en que un espermatozoide iniciase su travesía por esos conductos ancestrales. No estaba ya para limpiar mocos ni para acunar llantos infantiles a deshoras. Pero, vamos, una alegría de vez en cuando tampoco le hace daño a nadie.

Rodeada de las paredes azulejadas en un rosa que parecía burlarse de su momentánea indecisión, y con la persiana del baño estratégicamente bajada, tomó el vibrador con la firmeza de una mujer de la mala vida, aunque sin la necesidad de redimirse por ello. Ni falta que hacía leer las instrucciones—de todos modos, habrían sido inútiles. Todo estaba explicado en diez idiomas distintos, ninguno de ellos el suyo. El único lenguaje que entendía a la perfección era aquel que había comenzado a aprender en el vientre de su santa madre.

Lo había pedido por internet, porque, vamos a ver, no todo en la red tiene que ser perversión y decadencia, ¿no? Tardó casi dos semanas en llegar, tanto que hasta se había olvidado del asunto.

Y entonces, el día del envío, su marido regresa del trabajo con un paquete entre las manos. Un paquete coquetón, envuelto en papel decorado con corazones, flechas de amor, flores multicolores y, coronando la obra, un lazo de raso rojo pasión. Rojo pasión. Ahí debió sospechar.

Pero no, ella, en su infinita ingenuidad, vio el paquete y su mente se fue directa al romanticismo. "¡Oh, qué detalle! ¡Me ha comprado un regalo!" Ya estaba lista para lanzarse sobre él y cubrirlo de besos de pitiminí, cuando su voz, con la fría precisión de un verdugo, la sacó de su fantasía:

—¿Y esto qué es? Está a tu nombre… y el remitente pone "Made in China".

¡Madre del amor hermoso! ¡El vibrador! En ese instante, el suelo bien podría haber abierto una grieta para tragarla entera.

No es que no tenga confianza con su doble naranja (que lo de "media" siempre le ha parecido poco generoso). Podían hablar de todo, sin tapujos ni falsos pudores. Pero este pedido, este chisme en particular, que prometía orgasmos multifuncionales con solo pulsar un botón, era algo que quería probar en secreto. Primero la experimentación privada, después—según resultados—una posible confesión.

Porque, como bien dicen, las comparaciones no siempre son odiosas… pero algunas mejor hacerlas en silencio y como si aquí no hubiera pasado nada.

No sé muy bien qué le replicó. En realidad ya no lo recuerda y, francamente, ya poco importa. Seguramente inventó un argumento con la misma solidez que un castillo de naipes, pero lo cierto es que, en un arrebato de valentía, le arrebató el paquete de las manos al marido y salió disparada como un relámpago.

Atravesó el largo pasillo embaldosado, donde los colores de las baldosas parecían una versión vintage y doméstica del cubo de Rubik. Todo un desafío visual y, en ese momento, una pista de carrera hacia la salvación. Por supuesto, escondió el paquete en un lugar secreto, ese refugio que toda mujer tiene y del que nunca habla.

Pero bueno, que me enrollo .Continuó relatando los hechos:

Aquel día, el de los hechos, sujetando el vibrador con la solemnidad de quien sostiene un cáliz sagrado, inició un movimiento sensual—o al menos, así se lo imaginó—y… ¡boom! De repente, fuegos artificiales. Las neuronas desatando su alquimia secreta, la química del placer haciendo de las suyas, y ella, completamente rendida al despiporre.

Y entonces, sin pensarlo, comenzó a tararear la canción de aquella diva de antaño:

"Fumando espero al hombre que yo quiero, tras los cristales de alegres ventanales, y mientras fumo…"

Y sí, mis queridos lectores, funcionó.

 Y en replica a la señora aquella- la sabia, la iluminada, la gurú del placer maduro—que aseguraba con absoluta convicción que cuando una se va haciendo mayor, descubre que es multiorgásmica; la protagonista de este relato, se fue a grabar un video de Tik Tok;

 ¿Para qué? Sencillamente, para suscribir cada palabra.

FIN

© BERTA MARTÍN DE LA PARTE

Saludos para tod@s.



DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA: Una antología en cuatro trazos. III " Lucía, la que aún dibuja."

  © Berta Martín de la Parte . Imagen creada con IA. Introducción ¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su ...