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Video creado con IA. @ Berta Martín de la Parte |
Afuera, la ciudad despierta con su tráfago incansable. Las avenidas se llenan de rostros ensimismados, de pasos apresurados y miradas fijas en pantallas. Pero en cada esquina hay un lugar, pequeño o amplio, sobrio o recargado, donde alguien sostiene una taza y escucha. Cafeterías con nombres exóticos o simples, donde los desconocidos a veces se atreven a compartir la espera, a intercambiar una sonrisa tímida, a sostener una conversación que no pretende durar más que la tibieza del líquido.
El café es también la tregua. Entre compañeros de trabajo que buscan alivio de un tedio compartido, entre amigos que no se ven hace meses y vuelven a trazar en palabras los senderos perdidos. El café es el pacto silencioso de los amantes que comparten más que una bebida: una complicidad hecha de miradas, de dedos que rozan los bordes de una mesa pequeña. Es el ritual de los solitarios que encuentran en el murmullo del lugar una compañía leve, suficiente, mientras las cucharas giran despacio y las tazas chocan suavemente con los platos.
—¿Siempre vienes aquí? —pregunta una voz tímida desde la mesa de al lado.
—Sí, cuando necesito detenerme un poco —responde alguien, con una sonrisa leve.
El breve intercambio parece deshacerse en el aire, pero queda suspendido como el aroma del café, un hilo invisible que une, aunque sea por un instante. Las manos alrededor del café son diversas: jóvenes y temblorosas por la expectativa del futuro, ancianas y gastadas, llenas de historias que podrían contarse si alguien preguntara. Manos nerviosas que juegan con los sobres de azúcar, manos tranquilas que descansan confiadas, manos que tienden la taza a otra mano y encuentran el contacto inesperado. El café, como el amor, se pasa de mano en mano; a veces se enfría y a veces quema, pero siempre deja huella.
A la sombra de una mesa, dos amigas , Carmen y Begoña, se confiesan lo no dicho, lo que se ha guardado durante años, hasta que el calor del café y la suavidad del ambiente ablandan los miedos.
—Nunca me atreví a decirlo —susurra una, mirando el fondo oscuro de la taza.
—Pero aquí estamos, y me alegra que lo hagas —responde la otra, dejando que sus palabras se mezclen con el vapor.
- Afuera, en la terraza soleada de la cafetería, Alejandro permanece en silencio. Sus ojos siguen, a través del vidrio, el lento desfile de las horas, como si el tiempo pasara en una vitrina que no le pertenece. Entre sus manos, la taza de café le devuelve un aroma intenso y un sabor amargo que le recuerda, sin palabras, la huella de algo irremediablemente perdido.
Podría entrar, y dejarse envolver por las voces, pero se queda afuera, atrapado en el borde de esa ventana ocasional, como quien roza un mundo que no termina de abrirse. Allí, suspendido entre el reflejo y la transparencia, su figura se diluye en la frontera incierta de lo visible. La ventana no es cristal, sino frontera: un umbral de instantes donde el tiempo se curva y lo retiene, inmóvil, como si el simple acto de mirar lo condenara a ser espectador de lo que nunca alcanza a tocar.
Se pregunta cuántas de esas historias nacen y mueren en el mismo instante, en el breve parpadeo de una conversación casual. Se pregunta si alguna vez se atreverá a cruzar esa frontera del vidrio y compartir, aunque sea un sorbo, con quienes llenan ese espacio.
Dos desconocidos, sentados cerca, intercambian una mirada y descubren en el aroma compartido una pequeña intimidad. Él los mira y siente una punzada de envidia, pero también un consuelo extraño: saber que esas conexiones, efímeras y ligeras, son posibles, aunque a veces parezcan lejanas.
Las dos amigas se levantan con movimientos suaves, como si temieran romper el hechizo que las sostuvo durante ese rato. Una de ellas toma su bolso con calma, apretándolo contra su costado; la otra pasa los dedos distraídamente por el borde de la mesa, dejando un rastro invisible. Sus miradas se encuentran brevemente antes de separarse, una sonrisa tenue, mezcla de alivio y nostalgia, cruza sus rostros. Al alejarse, el eco de sus pasos parece resonar aún entre las tazas y platos vacíos, como un murmullo que el café no logra disipar por completo. Mientras se separan y cada una retoma su propio camino, las ideas se despliegan en sus mentes con la misma intensidad con la que el aroma del café se impregna en la ropa.
Carmen , todavía temerosa de haber dicho demasiado, se pregunta si el vínculo recuperado será tan frágil como la espuma que a veces corona el café o si, por fin, han roto la distancia de los silencios. Begoña , al contrario, siente una ligera paz, una gratitud sincera que le llena el pecho. Piensa en cuántas veces deseó ese momento y cuánto alivio cabe en un sorbo compartido.
Alejandro a través del cristal las observa marcharse, sus figuras desdibujándose entre el ir y venir de la gente en la calle. Piensa en las palabras que no se dicen y en las que, aunque pronunciadas, quedan suspendidas, incompletas. Se pregunta si alguna vez alguien se ha marchado de su vida con la misma calma con la que esas dos mujeres se alejan, dejando tras de sí el rastro del café y las confesiones. Siente el impulso de golpear suavemente el vidrio, de atraer la atención y preguntarles si esa cercanía alcanzó para cerrar heridas o si el peso de lo no dicho sigue flotando en el aire.
Por un instante, se siente parte de ellas, de su conversación rota y reparada, de los silencios llenos de significado. Luego recuerda que está afuera, del otro lado, y la sensación se evapora, igual que el vapor de una taza olvidada. El cristal es una barrera, pero también un refugio. Tal vez, piensa, observar desde la distancia le ahorra el riesgo de la palabra errada, de la confesión inoportuna, del adiós definitivo.
Finalmente, él se aleja del vidrio y retoma su camino , un día más. No sabe bien hacia dónde va; su andar parece guiado más por la costumbre que por una intención clara. Mientras camina, Alejandro se pregunta si seguirá siendo un testigo en silencio, alguien que observa las vidas de otros a través de barreras invisibles. Quizás camine hacia la soledad, esa conocida compañera que nunca pide nada y tampoco da respuestas. O tal vez, sin saberlo, esté buscando algo desconocido, alguna chispa que lo saque de esa rutina de observar sin participar. Su paso se pierde entre las aceras mientras el aroma del café todavía flota débilmente en su memoria.
- La taza vacía marca el final del encuentro, pero también la promesa de otro. Porque el café es excusa y puente, inicio y cierre; es el medio para saborear pausas, para convertir el tiempo en conversación, en compañía, en presencia. Es el símbolo sencillo de que estamos aquí, dispuestos a detenernos, aunque sea un instante, para compartir un sorbo de vida. Tomar café es también un acto social: una manera de decir “te escucho”, de decir “te acompaño”. Es el modo más breve y más honesto de ofrecer tiempo, de ceder un espacio en medio del caos para reconocer que, pese a todo, estamos aquí, juntos.
Uno de los textos más hermosos que te he leído, me quito el sombrero, amiga, el corazón se me abre el leerte, feliz de sentir tanta delicadeza 💚💚💚😘😘😘
ResponderEliminarAunque desde WordPress no se puede responder solo decirte que me habría encantado escribirlo yo. Me lo ha mandado una amiga y leerte ha sido increíble.
ResponderEliminarBuenos días.
ResponderEliminarNo hay mejor sabor que comenzar la mañana con ese aroma a café .
Pero mucho más leer entre líneas todo el simbolismo de una taza de café.
Lo has plasmado no bien, mucho mejor, nos dejas pensando que buna taza de café puede ser el preludio de algo maravilloso como es la compañía y el saber que hay alguien dispuesto a escucharte mientras saborear es taza de café.
Magnífico Berta
Un besazo y seguimos saboreando retazos de vida entre taza y taza