miércoles, 22 de octubre de 2025

El relámpago y la pila de los 1.320

 

Imagen creada con IA
© Berta Martín de la Parte


- El relámpago y la pila de los 1.320-

Dicen que la literatura es una llama, pero nadie advierte que el fuego también cansa.


En una sala de aire denso —esa mezcla de café recalentado y desesperanza burocrática— cinco jurados miran el abismo de 1.320 ficciones apiladas frente a ellos. Son montañas de papel que apenas respiran; cordilleras donde cada hoja quiere ser cima, cada palabra busca su milagro de eternidad. Pero el milagro tiene horario de oficina.

Los jurados se miran. Se han vuelto transparentes por dentro, como si la lectura hubiera disuelto lentamente sus órganos, dejándoles solo un leve zumbido en las sienes. Han leído tanto que ya no recuerdan si la historia de la niña en bicicleta fue del manuscrito 437 o del 912. Todo empieza a mezclarse: la abuela que muere, el hombre que sueña con peces, el gato que filosofa sobre la soledad. Las ficciones se contaminan entre sí, como si todas hubieran nacido del mismo bostezo universal.

Y, sin embargo, algo los mantiene ahí.

Quizás el miedo al error. O el deseo, casi supersticioso, de hallar una frase que justifique la existencia de todas las demás.

Cada manuscrito tiene un nombre secreto, un seudónimo: “Rapsodia de la Niebla”, “El rumor de los trenes”, “Piel de horizonte”. Los jurados se ríen suavemente al leerlos; algunos huelen a perfume gastado, otros a pretensión recién planchada. Pero entre el montón, a veces, una página brilla con la obstinación del polvo al sol.

Y entonces alguien dice:
—Este tiene algo.
Esa frase basta para levantar sospechas, simpatías, alianzas. “Algo”: la palabra más peligrosa del idioma crítico.

En el manuscrito 678 hay un niño que roba cerezas. En el 1049, un dios que se hace mendigo. En el 213, un perro que recuerda sus vidas pasadas. Pero el jurado empieza a olvidar los argumentos. Lo que buscan ya no es historia, sino respiro: una cadencia, un sobresalto, un gesto que parezca sincero aunque esté calculado.

La presidenta del jurado, una poeta que una vez ganó este mismo certamen, cierra los ojos. Su mente se llena de metáforas muertas: “el silencio que florece”, “la luna herida de invierno”, “las alas del alma”.
Suspira.
—Tanta gente escribiendo para ser escuchada —dice— y tan pocos que saben callar dentro de una frase.

El jurado asiente con un murmullo de culpabilidad.
Fuera, la tarde se arruga en el vidrio.
Dentro, el tiempo se detiene.

Al cabo de días —o siglos, porque en estos certámenes el reloj se curva como un gato al sol—, quedan solo diez finalistas. Diez elegidos entre 1.320. Una decantación de esfuerzo y olvido. Cada texto tiene su defensor, su enemigo, su crítico condescendiente. La lectura se vuelve política: no de ideas, sino de equilibrios. Uno cede aquí, otro concede allá. Como si la belleza necesitara un pacto para ser reconocida.

Alguien propone votar.
Alguien más pide releer.
Y el tercero sugiere un descanso, porque la belleza, cuando se repite, también abruma.

En el descanso, uno de los jurados hojea los descartados. Lo hace por instinto o por remordimiento. En el manuscrito 1128 encuentra una historia breve, apenas diez páginas, escrita con una torpeza que roza la pureza. Una niña describe cómo su madre, analfabeta, le enseñó a leer con los envases del supermercado. No hay giros brillantes ni metáforas infladas, solo una voz que tiembla al nombrar lo cotidiano.
El jurado se queda quieto, como si un insecto de luz se le hubiera posado en el pecho.
Pero no dice nada.
El tiempo del jurado no pertenece a la inocencia, sino a la administración del asombro.

Cuando vuelven al debate, la presidenta levanta el manuscrito 973: “El relámpago y la orilla”. Todos asienten con un alivio casi físico.

Sí, ese tiene algo.
No saben bien qué, pero tiene el brillo correcto, la extensión adecuada, la ambición justa. Además, su autor —revelado tras la votación— pertenece a una editorial menor, lo cual aporta el sabor de la justicia poética.
La decisión se toma.
El relámpago ha caído.

Y, como todo relámpago, apenas dura un instante.
El resto —las 1.319 ficciones— se apaga en silencio.

Días después, el fallo se anuncia en un teatro de provincia. Hay flores, flashes, aplausos. El ganador, con traje demasiado nuevo, balbucea un discurso sobre la humildad del arte y el poder de las palabras. Los jurados lo escuchan desde la penumbra de la primera fila. Ninguno recuerda exactamente por qué lo eligieron.
Solo saben que, entre tanto ruido de ficciones, en algún momento algo pareció brillar, y eso bastó para decidir.

Luego vuelven a sus casas con la sensación de haber cometido una pequeña traición necesaria.
Quizás eligieron bien.
Quizás eligieron el texto más hábil, o el más dócil, o el más parecido a lo que esperaban encontrar.
Quizás —piensan en secreto— el verdadero ganador sigue escondido en una caja, respirando entre papeles rechazados.

En la noche, uno de ellos sueña con esa pila interminable de manuscritos. Cada hoja se mueve como un pecho que exhala. De las palabras brotan manos, ojos, latidos.
Las historias no aceptan el veredicto; se reagrupan, se susurran entre sí, se consuelan.

“Nos leyeron”, se dicen.
Y eso, de algún modo, ya es una victoria.

Porque al final, ningún jurado juzga la literatura.
Solo intenta justificar su propia fe: la de que, entre mil trescientas veinte voces, aún existe una capaz de salvarnos del silencio.
Y esa fe —ciega, fatigada, humana— es el verdadero premio.

Fin

Derechos de autor: © Berta Martín de la Parte

Saludos para tod@s y continuemos siendo felices.



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