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Imagen creada con IA @ Berta Martín de la Parte |
" Caperucita vuelve a Manhattan"
Manhattan se había despertado aquella mañana oliendo a óxido y pan tostado. Sobre el rio Hudson que siempre duda entre ser mar o ciudad, sobrevolaban el aire murmullos de sirenas y gaviotas.
En el NYC Ferry, una mujer joven apoyada en una de las barandillas del barco —una lectora que llevaba un libro bajo el brazo— pensó haber visto a una niña con una capa roja mirando el agua.
La niña sonreía como si esperara a alguien.
Sara Allen había regresado. Treinta años después de su primer paseo solitario, cruzaba otra vez el puente imaginario que une la infancia con el deseo de libertad. Su capa era ahora una bufanda de lana roja, deshilachada, rodeando su cuello. En su mirada permanecía la misma mezcla de asombro y hambre de mundo.
Manhattan, en cambio, parecía más cansada. Los escaparates mostraban sueños en época de rebajas y los rascacielos, como viejos guardianes, seguían apuntando a un cielo que ya no prometía nada.
La espera de Sara Allen, no tardó en dar sus frutos, entre los murmullos del aire apareció la abuela. Rebeca Little también estaba de vuelta. Llevaba un sombrero extravagante, lleno de plumas y recuerdos. Su voz, aunque temblorosa, seguía sonando como una canción de ópera a medio recordar.
Querida, - le dijo a Sara-, la ciudad no ha cambiado tanto. Solo a aprendido a fingir mejor.
Ambas a la espera de la próxima salida del ferry, caminaron juntas hasta Battery Park. Desde allí, la Estatua de la Libertad se alzaba en el horizonte, envuelta en un resplandor que no era del todo luz ni del todo niebla. Sara la miró con la misma fascinación de entonces, aunque algo en su pecho pesaba más.
¿Crees que sigue siendo libre?- preguntó.
La abuela soltó una risa que sonó a copas vacías.
Libre es quien sabe perderse sin miedo. La estatua, querida, hace siglos que no se mueve.
Nieta y abuela, no eran los únicos , entre tanta afluencia de turistas a esa hora, que esperaban al ferry. Un hombre alto y delgado observaba a las dos figuras. Llevaba un traje caro, gris humo, y unos ojos que parecían fabricados con la nostalgia del tiempo.
Era Míster Woolf.
El tiempo le había limado los colmillos, pero no la melancolía. Ya no iba a la caza de inocencias, hacia tiempo que no coleccionaba recetas de tartas de fresas, ahora coleccionaba soledades. vendiendo, a través de su empresa digital, experiencias de conexión humana, por suscripción mensual.
Cuando vio a Sara, algo en él se estremeció- quizás el eco de aquel primer encuentro en Central Park, cuando ella había sido más valiente que él.
Se acercó , torpe como quien busca redención en un semáforo.
Sara Allen- dijo- . Has vuelto.
Ella lo miró con una mezcla de ternura y desconfianza.
O quizás nunca me fui del todo. Las niñas que se pierden en Manhattan suelen quedarse aquí, a la sombra de los anuncios.
La lectora, que al ver a los tres había decidido bajarse del ferry, les había seguido con disimulo, apenas podía creer lo que veía. Caminaba detrás de ellos, tomando notas mentales. Había leído Caperucita en Manhattan en la universidad, cuando aún creía que los libros podrían cambiar el mundo. Ahora los leía para recordar que el mundo alguna vez había querido cambiar.
Les siguió hasta que subieron al ferry, que ya estaba a punto de zarpar; ya a bordo cuando el barco partió hacia Liberty Island, sintió que el tiempo giraba sobre sí mismo como una veleta oxidada.
En el trayecto, la abuela habló del pasado, de la música y de los lobos que ya no sabía aullar. Míster Woolf permaneció en silencio, observando cómo los móviles de los turistas capturaban el horizonte en pixeles. Sara miraba el agua.
De pronto, le habló a la lectora, que se había sentado a su lado sin saber cómo.
¿ Tú también soñabas con venir aquí?
Sí- respondió ella-, pero ahora la libertad me parece una marca registrada.
Sara sonrió.
Entonces entiendes. La libertad no se visita, se busca. Aunque esté oxidada, aunque se esconda dentro de una estatua que ya no sabe qué significa.
El ferry se detuvo. Todos bajaron en fila, obedientes, como si pisar aquella isla fuera un acto de fe. Frente a ellos, la Estatua de la Libertad se erguía imponente. Su antorcha brillaba débilmente bajo un cielo encapotado. La lectora sintió un escalofrío: la estatua parecía cansada, como si el peso del metal fuera también el peso de las promesas incumplidas.
La abuela sacó un pequeño espejo de su bolso y lo levantó hacia la estatua.
Mira, Sara. Quizás la libertad solo exista cuando alguien la refleja.
Míster Woolf apartó la vista. Tal vez no soportaba ver su propio rostro deformado en aquel gesto.
Entonces, la lectora- sin saber por qué- abrió el libro que llevaba y lo dejó caer al suelo. El viento lo elevó y algunas de las páginas se desprendieron comenzando a volar sobre las explanada, revoloteando entre turistas y gaviotas. Sara corrió tras ellas riendo, la bufanda roja ondeando como una bandera diminuta. Durante un instante, pareció que todo era posible otra vez.
Cuando el libro se detuvo a los pies de la estatua, Sara lo recogió y lo abrió al azar. La página decía: Ser libre no es llegar, sino seguir caminando aunque nadie te te espere.
Sara levantó la vista hacia la antorcha, y por un momento creyó ver que la llama titilaba con un brillo humano, casi triste, de repente su vista se detuvo en la tablilla que sostenía la estatua. En el cobre oxidado creyó leer una frase que nadie había escrito sobre ella: Aquí yace la libertad que prometimos, pero que algunos olvidaron practicar.
La abuela le tomó la mano. Míster Woolf dio media vuelta. La lectora guardo silencio.
Sara Allen, Rebeca Little y Míster Woolf echaron a andar hacia el embarcadero, entre la neblina que comenzaba a levantarse de las aguas. Sus siluetas se fueron disolviendo entre los turistas y las banderas, como si regresaran a un tiempo que no pertenece a nadie. Quizás tomaron otro ferry, quizás cruzaron a otra orilla, o quizá simplemente se adentraron en la historia- esa que de vez en cuando se reescribe par volver a empezar.
Nadie volvió a verlos, pero dicen que en ciertos atardeceres, cuando el sol incendia el cobre de la estatua, aún se distingue una bufanda roja flotando sobre el agua.
La Estatua de la Libertad continuaba allí, inmensa, despierta, indiferente, inmóvil, sosteniendo su fuego, que por un momento la brisa, con rumor de sirenas y risas lejanas, pareció avivar, mientras que en el humo imaginario pareció dibujarse una frase:
“ Sigo recordando aquello que el resto del mundo prefirió olvidar”
Final.
Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.
Relato , ( Modalidad fuera de concurso) :
como colaboración en el homenaje a Carmen Martín Gaite; organizado por
Saludos para todos y continuemos siendo felices. 😊
Un despliegie apabullante de metaforas y frases agudas.
ResponderEliminarLa lectora tiene una memoria y una imaginación prodigiosas psra dar nueva vida a viejos personajes, y volver a enfrentarlos a la libertad. Si no fuera Berta, le diría wye se presentará sl concurso😝
Abrszooo