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Imagen : freepik.es |
"Los que lloran en el Cine"
Con su cartel de neón parpadeante y una marquesina que anunciaba películas viejas en letras descoloridas, el Luxor resistía, como un náufrago aferrado a una balsa, mientras otros cines más modernos y brillantes se levantaban alrededor.
Era una noche de otoño en 1986, cuando tres personas que,
en apariencia, no tenían nada en común, se cruzaron en el Cine Luxor.
**Ana** entró primero. Era una mujer de unos cuarenta años, con el cabello recogido en un moño apresurado y el rostro marcado por la tristeza. Solía venir al Luxor cada semana desde que su marido la había dejado hacía un año. El cine era su refugio, el lugar donde podía perderse en las historias de otros y olvidar, aunque solo fuera por un par de horas, el vacío en su vida. Ana era de las que lloraban en el cine. Lloraba porque en la oscuridad nadie la veía, y porque las lágrimas en ese lugar se confundían con las emociones que la pantalla provocaba en todos.
Esa noche, como muchas otras, eligió un asiento en la penúltima fila, donde podía estar sola pero no demasiado apartada. La película que proyectaban era un clásico de los años 50, un melodrama en blanco y negro que había visto varias veces, pero que seguía eligiendo porque su historia la hacía sentir menos sola. Cuando las luces se apagaron y la proyección comenzó, Ana se hundió en su asiento, lista para dejarse llevar.
**David** llegó tarde, como siempre. Tenía 25 años, el pelo despeinado y la ropa desaliñada. Su vida era un desastre, con un trabajo que odiaba y una relación que había terminado de la peor manera posible. Ir al cine era su escape, una tradición que había heredado de su padre, un hombre que lo había llevado al Luxor desde que era un niño. Aunque ahora venía solo, David encontraba consuelo en la familiaridad del lugar. El Luxor olía a pasado, a recuerdos impregnados en las alfombras desgastadas y los asientos chirriantes.
David no lloraba en el cine, o al menos eso creía. Sin embargo, cada vez que las luces se apagaban, algo dentro de él se aflojaba, una especie de nudo en su pecho que durante el día mantenía apretado. En la oscuridad, donde nadie podía verlo, se permitía sentir, aunque no siempre sabía qué era lo que estaba sintiendo.
Esa noche, David se sentó en la última fila, unos asientos a la izquierda de Ana, aunque no la vio. Para él, el Luxor era una burbuja donde los rostros se desdibujaban y lo único que importaba era la pantalla, la historia que lo alejaba, al menos temporalmente, de su propia vida.
**Jorge**, además de encargarse de vender las entradas en la ventanilla, era el proyeccionista y llevaba más de veinte años trabajando en el cine Luxor. Era un hombre de unos sesenta años, de cabello canoso y mirada cansada, pero había algo en su manera de caminar que sugería que el cine seguía siendo su lugar en el mundo. Había visto cambiar las películas, los formatos, el público, pero él permanecía allí, detrás de la cabina, asegurándose de que la magia siguiera ocurriendo.
Jorge era de los que lloraban en el cine, pero no por las historias que proyectaba, sino por el cine mismo. Lloraba en silencio, en su pequeña cabina, cuando las luces se apagaban y sentía que, con cada proyección, una parte de ese mundo al que tanto había amado se desvanecía. Los años 80 habían traído la modernidad, y con ella la amenaza de que cines como el Luxor se volvieran obsoletos. Era un cine viejo en una ciudad que no paraba de cambiar, y Jorge sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, como arena que no se puede retener.
Esa noche, como tantas otras, Jorge encendió el proyector y dejó que la luz atravesara la película, creando sombras y movimientos que cobraban vida en la pantalla. Mientras la película avanzaba, miró a través de la pequeña ventana de la cabina, observando a los pocos espectadores que, como fieles a un ritual, seguían asistiendo al cine.
Ana, sentada en su butaca, ya estaba llorando. La protagonista de la película sufría por un amor imposible, y Ana no podía evitar verse reflejada en ella. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras susurraba para sí misma que, quizás, algún día, podría sentirse diferente, podría volver a vivir sin esa tristeza constante.
David, en la última fila, miraba la pantalla sin realmente verla. Su mente estaba en otro lugar, en su exnovia, en las palabras que nunca debió haber dicho. Pero entonces, una escena particular de la película, un momento de reconciliación entre los personajes, lo golpeó de manera inesperada. Sintió que algo se rompía dentro de él, y aunque no lloró abiertamente, una lágrima solitaria escapó de su ojo, rodando por su mejilla antes de que pudiera detenerla.
Jorge, desde la cabina, les observaba con atención. No importaba que el público asistente , en la sala, le estuvieran dando la espalda. Él ya había observado sus rostros, la mirada al recoger las entradas, y esa forma tan peculiar de sostenerlas, como si ese trozo de papel, con un número de fila y asiento, tuviera un significado que solo ellos podían comprender. Con el trascurso de los años, había aprendido a leer las reacciones de la gente, a identificar a aquellos que venían al cine no solo a ver una película, sino a buscar algo más. Sabía que Ana lloraba en cada función, que David venía para desconectarse de su vida, y que, en el fondo, ambos compartían algo en común. Eran como él, personas que encontraban en el cine un refugio, un lugar donde las emociones podían fluir sin juicio.
Cuando la película terminó y las luces se encendieron lentamente, Ana secó sus lágrimas con el pañuelo que siempre llevaba en su bolso. David se levantó despacio, tratando de recomponerse antes de que alguien lo viera. Y Jorge, desde su cabina, sonrió tristemente, sabiendo que, aunque el mundo cambiara, el Luxor seguiría siendo el hogar de aquellos que lloraban en el cine.
Mientras salían, Ana y David se cruzaron en el vestíbulo. Se miraron por un segundo, reconociendo en el otro la misma vulnerabilidad que ambos habían tratado de ocultar. No dijeron nada, solo una leve sonrisa compartida antes de seguir su camino, dejando atrás el cine y sus propias historias.
El Luxor se quedó en silencio, pero en su oscuridad quedó la promesa de otra noche, otra película, y otros espectadores que encontrarían en él un lugar donde sus lágrimas, finalmente, tendrían sentido.
Yo creo que Jorge, el día de la última funcion, cuando acabe , le pegará fuego.
ResponderEliminarAbrazooo
jajaja. Gabiliante que alegría verte por este rinconcito!... Abrazooos! 😂😘🍂
Eliminary no puedo dejar de reir, con tu comentario. Yo esforzándome por crear un relato muy formal, y llegas tú mi apreciado Gabiliante, y me rompes el esquema del relato...De nuevo, un abrazooo...
EliminarJorge lloró el primer día, y si la gente no entra a llorar en el Luxor y lo cierran Jorge llorará al quedarse sin trabajo. Un abrazuco
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