jueves, 9 de octubre de 2025

Caperucita vuelve a Manhattan.

 

Imagen creada con IA
@ Berta Martín de la Parte


" Caperucita vuelve a Manhattan"

Manhattan se había despertado aquella mañana oliendo a óxido y pan tostado. Sobre el rio Hudson que siempre duda entre ser mar o ciudad, sobrevolaban el aire murmullos de sirenas y gaviotas. 

En el NYC Ferry, una mujer joven apoyada en una de las barandillas del barco —una lectora que llevaba un libro bajo el brazo— pensó haber visto a una niña con una capa roja mirando el agua. 

La niña sonreía como si esperara a alguien. 


Sara Allen había regresado. Treinta años después de su primer paseo solitario, cruzaba otra vez el puente imaginario que une la infancia con el deseo de libertad. Su capa era ahora una bufanda de lana roja, deshilachada, rodeando su cuello. En su mirada permanecía la misma mezcla de asombro y hambre de mundo. 


Manhattan, en cambio, parecía más cansada. Los escaparates mostraban sueños en época de rebajas y los rascacielos, como viejos guardianes, seguían apuntando a un cielo que ya no prometía nada.


La espera de Sara Allen, no tardó en dar sus frutos, entre los murmullos del aire apareció la abuela. Rebeca Little también estaba de vuelta. Llevaba un sombrero extravagante, lleno de plumas y recuerdos. Su voz, aunque temblorosa, seguía sonando como una canción de ópera a medio recordar.

  • Querida, - le dijo a Sara-, la ciudad no ha cambiado tanto. Solo a aprendido a fingir mejor.


Ambas a la espera de la próxima salida del ferry, caminaron juntas hasta Battery Park. Desde allí, la Estatua de la Libertad se alzaba en el horizonte, envuelta en un resplandor que no era del todo luz ni del todo niebla. Sara la miró con la misma fascinación de entonces, aunque algo en su pecho pesaba más.

  • ¿Crees que sigue siendo libre?- preguntó. 

La abuela soltó una risa que sonó a copas vacías.

  • Libre es quien sabe perderse sin miedo. La estatua, querida, hace siglos que no se mueve. 


Nieta y abuela, no eran los únicos , entre tanta afluencia de turistas a esa hora, que esperaban al ferry. Un hombre alto y delgado observaba a las dos figuras. Llevaba un traje caro, gris humo, y unos ojos que parecían fabricados con la nostalgia del tiempo. 

Era Míster Woolf.

El tiempo le había limado los colmillos, pero no la melancolía. Ya no iba a la caza de inocencias, hacia tiempo que no coleccionaba recetas de tartas de fresas, ahora coleccionaba soledades. vendiendo, a través de su empresa digital, experiencias de conexión humana, por suscripción mensual.


Cuando vio a Sara, algo en él se estremeció- quizás el eco de aquel primer encuentro en Central Park, cuando ella había sido más valiente que él. 


Se acercó , torpe como quien busca redención en un semáforo. 

  • Sara Allen- dijo- . Has vuelto. 

Ella lo miró con una mezcla de ternura y desconfianza.

  • O quizás nunca me fui del todo. Las niñas que se pierden en Manhattan suelen quedarse aquí, a la sombra de los anuncios.


La lectora, que al ver a los tres había decidido bajarse del ferry, les había seguido con disimulo, apenas podía creer lo que veía. Caminaba detrás de ellos, tomando notas mentales. Había leído Caperucita en Manhattan en la universidad, cuando aún creía que los libros podrían cambiar el mundo. Ahora los leía para recordar que el mundo alguna vez había querido cambiar.


Les siguió hasta que subieron al ferry, que ya estaba a punto de zarpar;  ya a bordo cuando el barco partió hacia Liberty Island, sintió que el tiempo giraba sobre sí mismo como una veleta oxidada.


En el trayecto, la abuela habló del pasado, de la música y de los lobos que ya no sabía aullar. Míster Woolf permaneció en silencio, observando cómo los móviles de los turistas capturaban el horizonte en pixeles. Sara miraba el agua.

De pronto, le habló a la lectora, que se había sentado a su lado sin saber cómo.

  • ¿ Tú también soñabas con venir aquí?

  • Sí- respondió ella-, pero ahora la libertad me parece una marca registrada.

Sara sonrió.

  • Entonces entiendes. La libertad no se visita, se busca. Aunque esté oxidada, aunque se esconda dentro de una estatua que ya no sabe qué significa.


El ferry se detuvo. Todos bajaron en fila, obedientes, como si pisar aquella isla fuera un acto de fe. Frente a ellos, la Estatua de la Libertad se erguía imponente. Su antorcha brillaba débilmente bajo un cielo encapotado. La lectora sintió un escalofrío: la estatua parecía cansada, como si el peso del metal fuera también el peso de las promesas incumplidas.


La abuela sacó un pequeño espejo de su bolso y lo levantó hacia la estatua.  

  • Mira, Sara. Quizás la libertad solo exista cuando alguien la refleja.

Míster Woolf apartó la vista. Tal vez no soportaba ver su propio rostro deformado en aquel gesto.


Entonces, la lectora- sin saber por qué- abrió el libro que llevaba y lo dejó caer al suelo. El viento lo elevó y algunas de las páginas se desprendieron comenzando a volar sobre las explanada, revoloteando entre turistas  y gaviotas. Sara corrió tras ellas riendo, la bufanda roja ondeando como una bandera diminuta. Durante un instante, pareció que todo era posible otra vez.


Cuando el libro se detuvo a los pies de la estatua, Sara lo recogió y lo abrió al azar. La página decía: Ser libre no es llegar, sino seguir caminando aunque nadie te te espere. 


Sara levantó la vista hacia la antorcha, y por un momento creyó ver que la llama titilaba con un brillo humano, casi triste, de repente su vista se detuvo en la tablilla que sostenía la estatua. En el cobre oxidado creyó leer una frase que nadie había escrito sobre ella: Aquí yace la libertad que prometimos, pero que algunos olvidaron practicar.


La abuela le tomó la mano. Míster Woolf dio media vuelta. La lectora guardo silencio.


Sara Allen, Rebeca Little y Míster Woolf echaron a andar hacia el embarcadero, entre la neblina que comenzaba a levantarse de las aguas. Sus siluetas se fueron disolviendo entre los turistas y las banderas, como si regresaran a un tiempo que no pertenece a nadie. Quizás tomaron otro ferry, quizás cruzaron a otra orilla, o quizá simplemente se adentraron en la historia- esa que de vez en cuando se reescribe par volver a empezar.


Nadie volvió a verlos, pero dicen que en ciertos atardeceres, cuando el sol incendia el cobre de la estatua, aún se distingue una bufanda roja flotando sobre el agua. 


La Estatua de la Libertad continuaba allí, inmensa, despierta, indiferente, inmóvil, sosteniendo su fuego, que por un momento la brisa, con rumor de sirenas y risas lejanas, pareció avivar, mientras que en el humo imaginario pareció dibujarse una frase:

Sigo recordando aquello que el resto del mundo prefirió olvidar” 



Final.


Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.


Relato , ( Modalidad fuera de concurso) :

como colaboración en el homenaje a Carmen Martín Gaite; organizado por

EL TINTERO DE ORO

 


Saludos para todos y continuemos siendo felices. 😊







lunes, 6 de octubre de 2025

Los que lloran en el cine.



Imagen : freepik.es

"Los que lloran en el Cine"

El cine Luxor, que originalmente fue un pequeño teatro que llegó a ser el orgullo del barrio, se 

encontraba en una calle secundaria del centro de la ciudad, entre una tienda de discos y una cafetería.

Con su cartel de neón parpadeante y una marquesina que anunciaba películas viejas en letras descoloridas, el Luxor resistía, como un náufrago aferrado a una balsa, mientras otros cines más modernos y brillantes se levantaban alrededor.


Era una noche de otoño en 1986, cuando tres personas que,

en apariencia, no tenían nada en común, se cruzaron en el Cine Luxor.


**Ana** entró primero. Era una mujer de unos cuarenta años, con el cabello recogido en un moño apresurado y el rostro marcado por la tristeza. Solía venir al Luxor cada semana desde que su marido la había dejado hacía un año. El cine era su refugio, el lugar donde podía perderse en las historias de otros y olvidar, aunque solo fuera por un par de horas, el vacío en su vida. Ana era de las que lloraban en el cine. Lloraba porque en la oscuridad nadie la veía, y porque las lágrimas en ese lugar se confundían con las emociones que la pantalla provocaba en todos.


Esa noche, como muchas otras, eligió un asiento en la penúltima fila, donde podía estar sola pero no demasiado apartada. La película que proyectaban era un clásico de los años 50, un melodrama en blanco y negro que había visto varias veces, pero que seguía eligiendo porque su historia la hacía sentir menos sola. Cuando las luces se apagaron y la proyección comenzó, Ana se hundió en su asiento, lista para dejarse llevar.


**David** llegó tarde, como siempre. Tenía 25 años, el pelo despeinado y la ropa desaliñada. Su vida era un desastre, con un trabajo que odiaba y una relación que había terminado de la peor manera posible. Ir al cine era su escape, una tradición que había heredado de su padre, un hombre que lo había llevado al Luxor desde que era un niño. Aunque ahora venía solo, David encontraba consuelo en la familiaridad del lugar. El Luxor olía a pasado, a recuerdos impregnados en las alfombras desgastadas y los asientos chirriantes.


David no lloraba en el cine, o al menos eso creía. Sin embargo, cada vez que las luces se apagaban, algo dentro de él se aflojaba, una especie de nudo en su pecho que durante el día mantenía apretado. En la oscuridad, donde nadie podía verlo, se permitía sentir, aunque no siempre sabía qué era lo que estaba sintiendo.


Esa noche, David se sentó en la última fila, unos asientos a la izquierda de Ana, aunque no la vio. Para él, el Luxor era una burbuja donde los rostros se desdibujaban y lo único que importaba era la pantalla, la historia que lo alejaba, al menos temporalmente, de su propia vida.


**Jorge**, además de encargarse de vender las entradas en la ventanilla, era el proyeccionista y llevaba más de veinte años trabajando en el cine Luxor. Era un hombre de unos sesenta años, de cabello canoso y mirada cansada, pero había algo en su manera de caminar que sugería que el cine seguía siendo su lugar en el mundo. Había visto cambiar las películas, los formatos, el público, pero él permanecía allí, detrás de la cabina, asegurándose de que la magia siguiera ocurriendo.


Jorge era de los que lloraban en el cine, pero no por las historias que proyectaba, sino por el cine mismo. Lloraba en silencio, en su pequeña cabina, cuando las luces se apagaban y sentía que, con cada proyección, una parte de ese mundo al que tanto había amado se desvanecía. Los años 80 habían traído la modernidad, y con ella la amenaza de que cines como el Luxor se volvieran obsoletos. Era un cine viejo en una ciudad que no paraba de cambiar, y Jorge sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, como arena que no se puede retener.


Esa noche, como tantas otras, Jorge encendió el proyector y dejó que la luz atravesara la película, creando sombras y movimientos que cobraban vida en la pantalla. Mientras la película avanzaba, miró a través de la pequeña ventana de la cabina, observando a los pocos espectadores que, como fieles a un ritual, seguían asistiendo al cine.


Ana, sentada en su butaca, ya estaba llorando. La protagonista de la película sufría por un amor imposible, y Ana no podía evitar verse reflejada en ella. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras susurraba para sí misma que, quizás, algún día, podría sentirse diferente, podría volver a vivir sin esa tristeza constante.


David, en la última fila, miraba la pantalla sin realmente verla. Su mente estaba en otro lugar, en su exnovia, en las palabras que nunca debió haber dicho. Pero entonces, una escena particular de la película, un momento de reconciliación entre los personajes, lo golpeó de manera inesperada. Sintió que algo se rompía dentro de él, y aunque no lloró abiertamente, una lágrima solitaria escapó de su ojo, rodando por su mejilla antes de que pudiera detenerla.


Jorge, desde la cabina, les observaba con atención. No importaba que el público asistente , en la sala, le estuvieran dando la espalda. Él ya había observado sus rostros, la mirada al recoger las entradas, y esa forma tan peculiar de sostenerlas, como si ese trozo de papel, con un número de fila y asiento, tuviera un significado que solo ellos podían comprender. Con el trascurso de los años, había aprendido a leer las reacciones de la gente, a identificar a aquellos que venían al cine no solo a ver una película, sino a buscar algo más. Sabía que Ana lloraba en cada función, que David venía para desconectarse de su vida, y que, en el fondo, ambos compartían algo en común. Eran como él, personas que encontraban en el cine un refugio, un lugar donde las emociones podían fluir sin juicio.


Cuando la película terminó y las luces se encendieron lentamente, Ana secó sus lágrimas con el pañuelo que siempre llevaba en su bolso. David se levantó despacio, tratando de recomponerse antes de que alguien lo viera. Y Jorge, desde su cabina, sonrió tristemente, sabiendo que, aunque el mundo cambiara, el Luxor seguiría siendo el hogar de aquellos que lloraban en el cine.


Mientras salían, Ana y David se cruzaron en el vestíbulo. Se miraron por un segundo, reconociendo en el otro la misma vulnerabilidad que ambos habían tratado de ocultar. No dijeron nada, solo una leve sonrisa compartida antes de seguir su camino, dejando atrás el cine y sus propias historias.


El Luxor se quedó en silencio, pero en su oscuridad quedó la promesa de otra noche, otra película, y otros espectadores que encontrarían en él un lugar donde sus lágrimas, finalmente, tendrían sentido.


Fin

Derechos de autor: © Berta Martín de la Parte

Imagen: © freepik.es

Continuemos siendo felices.
Saludos para todos.



jueves, 25 de septiembre de 2025

Emilio, o tal vez nadie.

 

Imagen creada con IA-
@ Berta Martín de la Parte.

Emilio, o tal vez nadie.


. Ahí, bajo cielos de neón apagado, un hombre sin nombre—Emilio, o tal vez nadie—vaga, disuelto en la penumbra, como un eco errante. No lleva más que su cuerpo cansado y el vacío de sus manos temblorosas. Es un ave perdida en el torbellino de la noche, un errante que escapa de la paz de los burgueses y sus sueños de orden y armonía.

Camina. Deambula por las calles empedradas y se deja mojar, se deja caer en el barro que arrastra y al que pertenece. No tiene  prisa, ni un mañana que importe en su existencia de laberinto, de humo, de espejismos que se rompen con el primer paso. Porque Emilio—si es que así se llama—ha olvidado ya el peso del destino; ha dejado de temerle a la tormenta. 

Esta noche, con su mochila raída y su alma hecha pedazos, solo busca perderse, disolver las mentiras que lo sostienen, dejar atrás las farsas con las que se cubrió, fingiendo alguna vez ser un hombre completo.

" ¡Cuántas veces he mentido!", piensa mientras cae la lluvia y el lodo se entremezcla en la luz de las farolas.

" ¡Cuántas veces me he engañado , he escrito y creído en esa máscara de hombre armonioso, sabio, iluminado!"

Pero no es más que barro. Barro y polvo de caminos que no llevan a ninguna parte. 

Como un trueno que retumba en la lejanía, su propia voz le devuelve la verdad: no es un poeta feliz, ni un artista sereno, sino un vagabundo, un ser quebrado que jamás conocerá la paz que busca.

¿Qué le queda entonces sino aceptar la tormenta, abrir los brazos al viento y dejarse arrastrar?

Se sienta en un banco empapado en la plaza vacía. Toma su cuaderno, su único refugio, y lo abre con manos mojadas, como si las palabras pudieran ahuyentar el peso que lo aplasta. Escribe, y con cada trazo sufre y se libera, como si sus letras fueran confesiones arrancadas del fondo de su alma. Se desgarra sobre el papel, destierra su máscara, escribe de la suciedad, del hastío, de la carga de existir en un mundo donde nada es suficiente. Y en medio de ese frenesí, algo en su pecho se calma, una chispa tenue prende en la oscuridad de su ser.

Se ha aceptado, aunque sea un instante, en la humildad cruda de su propio dolor.

La lluvia se convierte en bálsamo, en un abrazo gélido que le recuerda que está vivo, aquí y ahora, con su existencia caótica y contradictoria. La paz de los burgueses no es para él. Esa paz no podría jamás contener el delirio de quien vive en la tormenta, de quien arrastra consigo el peso de sus miserias, de sus propias ruinas. No, la calma no es para un hombre que se ha lanzado al abismo de su propia alma, que ha aprendido a escuchar el eco de sus pasos vacíos.

- Entonces, cierra el cuaderno y levanta la mirada hacia el cielo plomizo. No pide respuestas, no anhela claridad. Solo está, siendo y deshaciéndose, con la certeza de que su vida es una lucha inacabable, un grito que se disuelve en la inmensidad de la noche. No habrá amanecer para él, pero eso ya no le importa. Porque ha encontrado, en la tormenta que ruge sobre su pecho, la verdad que le negaron los espejismos de grandeza. 

- Emilio, o tal vez nadie- se levanta del banco, sus pasos resuenan en el vacío, y camina sin rumbo, cargando en su mochila el peso de todas las contradicciones que le conforman. Lleva consigo la risa y el llanto, el oro y el lodo, el placer y la pena. Lleva consigo su humanidad rota y plena, y con cada paso, deja caer las máscaras que el mundo le impuso.

Es un pájaro en plena tormenta. Nada en él busca volar hacia cielos despejados, porque su verdad está aquí, en el viento frío que lo envuelve, en el barro que lo ensucia y lo eleva. Es la vida misma: brutal y hermosa, caótica y febril. Y él, - Emilio, o tal vez nadie- , sigue adelante, sin huir, sin temer. Porque en cada paso de este camino incierto, encuentra una verdad más pura, una chispa de lo que es, de lo que siempre fue: un guerrero perdido que se rinde y se reconstruye en medio de la tempestad.

No crece la hierba en el lugar donde los vagabundos se detienen a esperar,

donde los soñadores se derrumban en busca de un refugio para el desvelo.

Las hojas de los árboles 🍂 caen,

el otoño ya está aquí,

para

" Emilio, o tal vez nadie. "

Fin

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte

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martes, 9 de septiembre de 2025

El rumor de las páginas.

 



Imagen creada con IA.
© Berta Martín de la Parte.


- El rumor de las páginas-

El metro avanzaba como un animal subterráneo, acompasando su respiración con el rítmico jadeo metálico de las puertas. En un asiento de la esquina, una muchacha de veintitantos años acariciaba, inquieta, la pantalla de su teléfono móvil . El reflejo azul le iluminaba la cara como un si de un farol líquido se tratara . Se reía sola, se detenía en un vídeo, deslizaba sus dedos y sus ansias de ver el fascinante mundo paralelo en el que la había tocado vivir, y volvía a reír. A su lado, un hombre de setenta años sujetaba un libro con las dos manos, como quien sostiene un vaso de agua en medio del desierto... El vagón entero parecía dividido entre esas dos luces: la pantalla que devora el presente y la página que guarda las huellas del pasado.

La muchacha, sin levantar la vista, dirigiéndose a su compañero de asiento, murmuró algo que sonó a consigna , a modo de contraseña aprendida:
—" No sois mejores porque os guste leer. Hay que superarlo ".

El hombre la miró. Sus ojos, cansados y a la vez despiertos, guardaban la calma de quien ha visto pasar demasiadas tormentas. Al principio, no dijo nada. Pasó una página del libro, con la calma de quien comprende que cada hoja es un fragmento de tiempo.

Ella notó la mirada y se rió, un poco a la defensiva:
—Es verdad, ¿no? Siempre vais de listos, como si leer os hiciera superiores. Yo prefiero vivir, no perder horas entre letras.

El hombre cerró el libro sin perder la sonrisa.
—Vivir… —repitió—. ¿Y qué crees que hago yo aquí inmerso en la lectura de estas páginas?

Ella encogió los hombros.
—Evadirte.

El vagón se estremeció mientras las luces titilaban brevemente. El anciano tomó una profunda bocanada de aire, permitiendo que este impregnara sus palabras:
—Cuando era niño, no había libros en mi casa.. Solo periódicos viejos y alguna revista rota. Un día encontré en la basura un ejemplar de Platero y yo. Estaba húmedo, con olor a moho. Me lo llevé escondido bajo el jersey, como quien roba pan. Cada noche lo leía a escondidas, con una vela que me dejaba los dedos ennegrecidos. Aquellas páginas me dieron un pueblo entero, un animal suave, un mundo que no conocía. ¿Eso es evasión? Quizá. Pero también respirar por primera vez fuera de mi propia pobreza.

La joven bajó un poco el móvil, solo un poco.
—Suena bonito, pero ahora es distinto. Lo tenemos todo al alcance de un clic.. No hace falta libros para conocer cosas.

—Sí —dijo él—. Ahora la abundancia también empobrece. El río de imágenes nunca se detiene, pero no deja poso. ¿Sabes? Cuando lees, las palabras no pasan de largo. Permanecen en tu interior, se funden con tu sangre, se adhieren a los poros de tu piel, y se inscriben en tu mundo único. . Te obligan a detenerte, a discutir contigo misma.

Ella torció la boca, incrédula, pero algo en el tono del hombre le abrió una pequeña grieta de duda.
—A mí me parece postureo. Tener librerías llenas de libros que no lees, como decoración. Eso es lo que hacéis muchos.

El anciano asintió despacio.
—También. No lo niego. Los libros se han vuelto a veces muebles mudos. Pero no te equivoques: no leer nunca es una elección más grave. Es como cerrar las ventanas para no ver el cielo.

La muchacha apagó la pantalla y se miró las uñas. En el vagón, alguien dormitaba con la cabeza contra el cristal. Otro escuchaba música con los ojos cerrados. Todo parecía en suspenso.

El anciano abrió de nuevo su libro y leyó un párrafo en voz baja, apenas un susurro que sin embargo llenó el espacio alrededor de ellos. No era una cita grandilocuente, sino una descripción de un árbol que florecía en primavera. La muchacha lo escuchó sin interrumpirlo. Había en esas palabras una lentitud distinta, como si el tiempo mismo se abriera y respirara a través de ellas.

—¿Ves? —dijo él cerrando el libro—. Esto no me hace mejor que tú. Pero me recuerda que soy más que lo que consumo. Me recuerda que hubo otros antes, que pensaron, que soñaron, que escribieron para que no olvidáramos.

Ella lo miró de reojo, incómoda y a la vez curiosa.
—¿Y si no quiero recordar? ¿Y si me basta con estar aquí, ahora?

El hombre sonrió con ternura.
—Entonces estarás siempre aquí, ahora. Como una hoja que flota en el agua sin saber de dónde viene ni adónde va. No hay nada malo en eso. Pero pregúntate: ¿no te gustaría, al menos una vez, sentir que puedes nadar contra la corriente?

El metro llegó a la estación. El anciano se levantó despacio y guardó el libro en el bolsillo interior de su chaqueta, como un secreto. Antes de salir, le dijo:
—No leas para ser mejor. Lee para no dejar que otros piensen por ti.

Las puertas se cerraron. La muchacha se quedó sola con el rumor metálico del tren y el eco de aquellas palabras. Miró su móvil apagado, luego el asiento vacío. Y por primera vez en mucho tiempo, el silencio le pareció más profundo que cualquier vídeo.

El metro siguió su camino, como un animal que avanza bajo tierra.

Y en el bolsillo de un anciano, las páginas seguían respirando.

Las palabras son como pequeñas lámparas: a veces basta una chispa para iluminar lo invisible.

Final



 

" No sois mejores porque os guste leer. Hay que superarlo" . Autora: María Pombo.

Saludos para todos y continuemos siendo felices.

Derechos de autor : Berta Martín de la Parte





jueves, 28 de agosto de 2025

El sabor de algo perdido.

Video creado con IA.
@ Berta Martín de la Parte


El sabor de algo perdido.

La cafetera exhala su vapor como un suspiro antiguo, herencia de todas las mañanas en que el silencio fue roto por el bullicio de la cocina. El sonido del agua hirviendo es una llamada ancestral, un eco que invita a detenerse, a hacer pausa en el vértigo cotidiano. El aroma se desprende, sube y flota en la atmósfera como una memoria difusa, densa, que atraviesa puertas y paredes y se queda impregnada en la ropa, en los cabellos, en la piel.

Afuera, la ciudad despierta con su tráfago incansable. Las avenidas se llenan de rostros ensimismados, de pasos apresurados y miradas fijas en pantallas. Pero en cada esquina hay un lugar, pequeño o amplio, sobrio o recargado, donde alguien sostiene una taza y escucha. Cafeterías con nombres exóticos o simples, donde los desconocidos a veces se atreven a compartir la espera, a intercambiar una sonrisa tímida, a sostener una conversación que no pretende durar más que la tibieza del líquido.

El café es también la tregua. Entre compañeros de trabajo que buscan alivio de un tedio compartido, entre amigos que no se ven hace meses y vuelven a trazar en palabras los senderos perdidos. El café es el pacto silencioso de los amantes que comparten más que una bebida: una complicidad hecha de miradas, de dedos que rozan los bordes de una mesa pequeña. Es el ritual de los solitarios que encuentran en el murmullo del lugar una compañía leve, suficiente, mientras las cucharas giran despacio y las tazas chocan suavemente con los platos.

—¿Siempre vienes aquí? —pregunta una voz tímida desde la mesa de al lado.

—Sí, cuando necesito detenerme un poco —responde alguien, con una sonrisa leve.

El breve intercambio parece deshacerse en el aire, pero queda suspendido como el aroma del café, un hilo invisible que une, aunque sea por un instante. Las manos alrededor del café son diversas: jóvenes y temblorosas por la expectativa del futuro, ancianas y gastadas, llenas de historias que podrían contarse si alguien preguntara. Manos nerviosas que juegan con los sobres de azúcar, manos tranquilas que descansan confiadas, manos que tienden la taza a otra mano y encuentran el contacto inesperado. El café, como el amor, se pasa de mano en mano; a veces se enfría y a veces quema, pero siempre deja huella.

A la sombra de una mesa, dos amigas , Carmen y Begoña, se confiesan lo no dicho, lo que se ha guardado durante años, hasta que el calor del café y la suavidad del ambiente ablandan los miedos.

—Nunca me atreví a decirlo —susurra una, mirando el fondo oscuro de la taza.

—Pero aquí estamos, y me alegra que lo hagas —responde la otra, dejando que sus palabras se mezclen con el vapor.

- Afuera, en la terraza soleada de la cafetería, Alejandro permanece en silencio. Sus ojos siguen, a través del vidrio, el lento desfile de las horas, como si el tiempo pasara en una vitrina que no le pertenece. Entre sus manos, la taza de café le devuelve un aroma intenso y un sabor amargo que le recuerda, sin palabras, la huella de algo irremediablemente perdido.

Podría entrar, y dejarse envolver por las voces, pero se queda afuera, atrapado en el borde de esa ventana ocasional, como quien roza un mundo que no termina de abrirse. Allí, suspendido entre el reflejo y la transparencia, su figura se diluye en la frontera incierta de lo visible. La ventana no es cristal, sino frontera: un umbral de instantes donde el tiempo se curva y lo retiene, inmóvil, como si el simple acto de mirar lo condenara a ser espectador de lo que nunca alcanza a tocar.

Se pregunta cuántas de esas historias nacen y mueren en el mismo instante, en el breve parpadeo de una conversación casual. Se pregunta si alguna vez se atreverá a cruzar esa frontera del vidrio y compartir, aunque sea un sorbo, con quienes llenan ese espacio.

Dos desconocidos, sentados cerca, intercambian una mirada y descubren en el aroma compartido una pequeña intimidad. Él los mira y siente una punzada de envidia, pero también un consuelo extraño: saber que esas conexiones, efímeras y ligeras, son posibles, aunque a veces parezcan lejanas.

Las dos amigas se levantan con movimientos suaves, como si temieran romper el hechizo que las sostuvo durante ese rato. Una de ellas toma su bolso con calma, apretándolo contra su costado; la otra pasa los dedos distraídamente por el borde de la mesa, dejando un rastro invisible. Sus miradas se encuentran brevemente antes de separarse, una sonrisa tenue, mezcla de alivio y nostalgia, cruza sus rostros. Al alejarse, el eco de sus pasos parece resonar aún entre las tazas y platos vacíos, como un murmullo que el café no logra disipar por completo. Mientras se separan y cada una retoma su propio camino, las ideas se despliegan en sus mentes con la misma intensidad con la que el aroma del café se impregna en la ropa.

Carmen , todavía temerosa de haber dicho demasiado, se pregunta si el vínculo recuperado será tan frágil como la espuma que a veces corona el café o si, por fin, han roto la distancia de los silencios. Begoña , al contrario, siente una ligera paz, una gratitud sincera que le llena el pecho. Piensa en cuántas veces deseó ese momento y cuánto alivio cabe en un sorbo compartido.

Alejandro a través del cristal las observa marcharse, sus figuras desdibujándose entre el ir y venir de la gente en la calle. Piensa en las palabras que no se dicen y en las que, aunque pronunciadas, quedan suspendidas, incompletas. Se pregunta si alguna vez alguien se ha marchado de su vida con la misma calma con la que esas dos mujeres se alejan, dejando tras de sí el rastro del café y las confesiones. Siente el impulso de golpear suavemente el vidrio, de atraer la atención y preguntarles si esa cercanía alcanzó para cerrar heridas o si el peso de lo no dicho sigue flotando en el aire.

Por un instante, se siente parte de ellas, de su conversación rota y reparada, de los silencios llenos de significado. Luego recuerda que está afuera, del otro lado, y la sensación se evapora, igual que el vapor de una taza olvidada. El cristal es una barrera, pero también un refugio. Tal vez, piensa, observar desde la distancia le ahorra el riesgo de la palabra errada, de la confesión inoportuna, del adiós definitivo.

Finalmente, él se aleja del vidrio y retoma su camino , un día más. No sabe bien hacia dónde va; su andar parece guiado más por la costumbre que por una intención clara. Mientras camina, Alejandro se pregunta si seguirá siendo un testigo en silencio, alguien que observa las vidas de otros a través de barreras invisibles. Quizás camine hacia la soledad, esa conocida compañera que nunca pide nada y tampoco da respuestas. O tal vez, sin saberlo, esté buscando algo desconocido, alguna chispa que lo saque de esa rutina de observar sin participar. Su paso se pierde entre las aceras mientras el aroma del café todavía flota débilmente en su memoria.

  • La taza vacía marca el final del encuentro, pero también la promesa de otro. Porque el café es excusa y puente, inicio y cierre; es el medio para saborear pausas, para convertir el tiempo en conversación, en compañía, en presencia. Es el símbolo sencillo de que estamos aquí, dispuestos a detenernos, aunque sea un instante, para compartir un sorbo de vida. Tomar café es también un acto social: una manera de decir “te escucho”, de decir “te acompaño”. Es el modo más breve y más honesto de ofrecer tiempo, de ceder un espacio en medio del caos para reconocer que, pese a todo, estamos aquí, juntos.
Fin

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos para todos y continuemos siendo felices.





Caperucita vuelve a Manhattan.

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