martes, 9 de septiembre de 2025

El rumor de las páginas.

 



Imagen creada con IA.
© Berta Martín de la Parte.


- El rumor de las páginas-

El metro avanzaba como un animal subterráneo, acompasando su respiración con el rítmico jadeo metálico de las puertas. En un asiento de la esquina, una muchacha de veintitantos años acariciaba, inquieta, la pantalla de su teléfono móvil . El reflejo azul le iluminaba la cara como un si de un farol líquido se tratara . Se reía sola, se detenía en un vídeo, deslizaba sus dedos y sus ansias de ver el fascinante mundo paralelo en el que la había tocado vivir, y volvía a reír. A su lado, un hombre de setenta años sujetaba un libro con las dos manos, como quien sostiene un vaso de agua en medio del desierto... El vagón entero parecía dividido entre esas dos luces: la pantalla que devora el presente y la página que guarda las huellas del pasado.

La muchacha, sin levantar la vista, dirigiéndose a su compañero de asiento, murmuró algo que sonó a consigna , a modo de contraseña aprendida:
—" No sois mejores porque os guste leer. Hay que superarlo ".

El hombre la miró. Sus ojos, cansados y a la vez despiertos, guardaban la calma de quien ha visto pasar demasiadas tormentas. Al principio, no dijo nada. Pasó una página del libro, con la calma de quien comprende que cada hoja es un fragmento de tiempo.

Ella notó la mirada y se rió, un poco a la defensiva:
—Es verdad, ¿no? Siempre vais de listos, como si leer os hiciera superiores. Yo prefiero vivir, no perder horas entre letras.

El hombre cerró el libro sin perder la sonrisa.
—Vivir… —repitió—. ¿Y qué crees que hago yo aquí inmerso en la lectura de estas páginas?

Ella encogió los hombros.
—Evadirte.

El vagón se estremeció mientras las luces titilaban brevemente. El anciano tomó una profunda bocanada de aire, permitiendo que este impregnara sus palabras:
—Cuando era niño, no había libros en mi casa.. Solo periódicos viejos y alguna revista rota. Un día encontré en la basura un ejemplar de Platero y yo. Estaba húmedo, con olor a moho. Me lo llevé escondido bajo el jersey, como quien roba pan. Cada noche lo leía a escondidas, con una vela que me dejaba los dedos ennegrecidos. Aquellas páginas me dieron un pueblo entero, un animal suave, un mundo que no conocía. ¿Eso es evasión? Quizá. Pero también respirar por primera vez fuera de mi propia pobreza.

La joven bajó un poco el móvil, solo un poco.
—Suena bonito, pero ahora es distinto. Lo tenemos todo al alcance de un clic.. No hace falta libros para conocer cosas.

—Sí —dijo él—. Ahora la abundancia también empobrece. El río de imágenes nunca se detiene, pero no deja poso. ¿Sabes? Cuando lees, las palabras no pasan de largo. Permanecen en tu interior, se funden con tu sangre, se adhieren a los poros de tu piel, y se inscriben en tu mundo único. . Te obligan a detenerte, a discutir contigo misma.

Ella torció la boca, incrédula, pero algo en el tono del hombre le abrió una pequeña grieta de duda.
—A mí me parece postureo. Tener librerías llenas de libros que no lees, como decoración. Eso es lo que hacéis muchos.

El anciano asintió despacio.
—También. No lo niego. Los libros se han vuelto a veces muebles mudos. Pero no te equivoques: no leer nunca es una elección más grave. Es como cerrar las ventanas para no ver el cielo.

La muchacha apagó la pantalla y se miró las uñas. En el vagón, alguien dormitaba con la cabeza contra el cristal. Otro escuchaba música con los ojos cerrados. Todo parecía en suspenso.

El anciano abrió de nuevo su libro y leyó un párrafo en voz baja, apenas un susurro que sin embargo llenó el espacio alrededor de ellos. No era una cita grandilocuente, sino una descripción de un árbol que florecía en primavera. La muchacha lo escuchó sin interrumpirlo. Había en esas palabras una lentitud distinta, como si el tiempo mismo se abriera y respirara a través de ellas.

—¿Ves? —dijo él cerrando el libro—. Esto no me hace mejor que tú. Pero me recuerda que soy más que lo que consumo. Me recuerda que hubo otros antes, que pensaron, que soñaron, que escribieron para que no olvidáramos.

Ella lo miró de reojo, incómoda y a la vez curiosa.
—¿Y si no quiero recordar? ¿Y si me basta con estar aquí, ahora?

El hombre sonrió con ternura.
—Entonces estarás siempre aquí, ahora. Como una hoja que flota en el agua sin saber de dónde viene ni adónde va. No hay nada malo en eso. Pero pregúntate: ¿no te gustaría, al menos una vez, sentir que puedes nadar contra la corriente?

El metro llegó a la estación. El anciano se levantó despacio y guardó el libro en el bolsillo interior de su chaqueta, como un secreto. Antes de salir, le dijo:
—No leas para ser mejor. Lee para no dejar que otros piensen por ti.

Las puertas se cerraron. La muchacha se quedó sola con el rumor metálico del tren y el eco de aquellas palabras. Miró su móvil apagado, luego el asiento vacío. Y por primera vez en mucho tiempo, el silencio le pareció más profundo que cualquier vídeo.

El metro siguió su camino, como un animal que avanza bajo tierra.

Y en el bolsillo de un anciano, las páginas seguían respirando.

Las palabras son como pequeñas lámparas: a veces basta una chispa para iluminar lo invisible.

Final



 

" No sois mejores porque os guste leer. Hay que superarlo" . Autora: María Pombo.

Saludos para todos y continuemos siendo felices.

Derechos de autor : Berta Martín de la Parte





jueves, 28 de agosto de 2025

El sabor de algo perdido.

Video creado con IA.
@ Berta Martín de la Parte


El sabor de algo perdido.

La cafetera exhala su vapor como un suspiro antiguo, herencia de todas las mañanas en que el silencio fue roto por el bullicio de la cocina. El sonido del agua hirviendo es una llamada ancestral, un eco que invita a detenerse, a hacer pausa en el vértigo cotidiano. El aroma se desprende, sube y flota en la atmósfera como una memoria difusa, densa, que atraviesa puertas y paredes y se queda impregnada en la ropa, en los cabellos, en la piel.

Afuera, la ciudad despierta con su tráfago incansable. Las avenidas se llenan de rostros ensimismados, de pasos apresurados y miradas fijas en pantallas. Pero en cada esquina hay un lugar, pequeño o amplio, sobrio o recargado, donde alguien sostiene una taza y escucha. Cafeterías con nombres exóticos o simples, donde los desconocidos a veces se atreven a compartir la espera, a intercambiar una sonrisa tímida, a sostener una conversación que no pretende durar más que la tibieza del líquido.

El café es también la tregua. Entre compañeros de trabajo que buscan alivio de un tedio compartido, entre amigos que no se ven hace meses y vuelven a trazar en palabras los senderos perdidos. El café es el pacto silencioso de los amantes que comparten más que una bebida: una complicidad hecha de miradas, de dedos que rozan los bordes de una mesa pequeña. Es el ritual de los solitarios que encuentran en el murmullo del lugar una compañía leve, suficiente, mientras las cucharas giran despacio y las tazas chocan suavemente con los platos.

—¿Siempre vienes aquí? —pregunta una voz tímida desde la mesa de al lado.

—Sí, cuando necesito detenerme un poco —responde alguien, con una sonrisa leve.

El breve intercambio parece deshacerse en el aire, pero queda suspendido como el aroma del café, un hilo invisible que une, aunque sea por un instante. Las manos alrededor del café son diversas: jóvenes y temblorosas por la expectativa del futuro, ancianas y gastadas, llenas de historias que podrían contarse si alguien preguntara. Manos nerviosas que juegan con los sobres de azúcar, manos tranquilas que descansan confiadas, manos que tienden la taza a otra mano y encuentran el contacto inesperado. El café, como el amor, se pasa de mano en mano; a veces se enfría y a veces quema, pero siempre deja huella.

A la sombra de una mesa, dos amigas , Carmen y Begoña, se confiesan lo no dicho, lo que se ha guardado durante años, hasta que el calor del café y la suavidad del ambiente ablandan los miedos.

—Nunca me atreví a decirlo —susurra una, mirando el fondo oscuro de la taza.

—Pero aquí estamos, y me alegra que lo hagas —responde la otra, dejando que sus palabras se mezclen con el vapor.

- Afuera, en la terraza soleada de la cafetería, Alejandro permanece en silencio. Sus ojos siguen, a través del vidrio, el lento desfile de las horas, como si el tiempo pasara en una vitrina que no le pertenece. Entre sus manos, la taza de café le devuelve un aroma intenso y un sabor amargo que le recuerda, sin palabras, la huella de algo irremediablemente perdido.

Podría entrar, y dejarse envolver por las voces, pero se queda afuera, atrapado en el borde de esa ventana ocasional, como quien roza un mundo que no termina de abrirse. Allí, suspendido entre el reflejo y la transparencia, su figura se diluye en la frontera incierta de lo visible. La ventana no es cristal, sino frontera: un umbral de instantes donde el tiempo se curva y lo retiene, inmóvil, como si el simple acto de mirar lo condenara a ser espectador de lo que nunca alcanza a tocar.

Se pregunta cuántas de esas historias nacen y mueren en el mismo instante, en el breve parpadeo de una conversación casual. Se pregunta si alguna vez se atreverá a cruzar esa frontera del vidrio y compartir, aunque sea un sorbo, con quienes llenan ese espacio.

Dos desconocidos, sentados cerca, intercambian una mirada y descubren en el aroma compartido una pequeña intimidad. Él los mira y siente una punzada de envidia, pero también un consuelo extraño: saber que esas conexiones, efímeras y ligeras, son posibles, aunque a veces parezcan lejanas.

Las dos amigas se levantan con movimientos suaves, como si temieran romper el hechizo que las sostuvo durante ese rato. Una de ellas toma su bolso con calma, apretándolo contra su costado; la otra pasa los dedos distraídamente por el borde de la mesa, dejando un rastro invisible. Sus miradas se encuentran brevemente antes de separarse, una sonrisa tenue, mezcla de alivio y nostalgia, cruza sus rostros. Al alejarse, el eco de sus pasos parece resonar aún entre las tazas y platos vacíos, como un murmullo que el café no logra disipar por completo. Mientras se separan y cada una retoma su propio camino, las ideas se despliegan en sus mentes con la misma intensidad con la que el aroma del café se impregna en la ropa.

Carmen , todavía temerosa de haber dicho demasiado, se pregunta si el vínculo recuperado será tan frágil como la espuma que a veces corona el café o si, por fin, han roto la distancia de los silencios. Begoña , al contrario, siente una ligera paz, una gratitud sincera que le llena el pecho. Piensa en cuántas veces deseó ese momento y cuánto alivio cabe en un sorbo compartido.

Alejandro a través del cristal las observa marcharse, sus figuras desdibujándose entre el ir y venir de la gente en la calle. Piensa en las palabras que no se dicen y en las que, aunque pronunciadas, quedan suspendidas, incompletas. Se pregunta si alguna vez alguien se ha marchado de su vida con la misma calma con la que esas dos mujeres se alejan, dejando tras de sí el rastro del café y las confesiones. Siente el impulso de golpear suavemente el vidrio, de atraer la atención y preguntarles si esa cercanía alcanzó para cerrar heridas o si el peso de lo no dicho sigue flotando en el aire.

Por un instante, se siente parte de ellas, de su conversación rota y reparada, de los silencios llenos de significado. Luego recuerda que está afuera, del otro lado, y la sensación se evapora, igual que el vapor de una taza olvidada. El cristal es una barrera, pero también un refugio. Tal vez, piensa, observar desde la distancia le ahorra el riesgo de la palabra errada, de la confesión inoportuna, del adiós definitivo.

Finalmente, él se aleja del vidrio y retoma su camino , un día más. No sabe bien hacia dónde va; su andar parece guiado más por la costumbre que por una intención clara. Mientras camina, Alejandro se pregunta si seguirá siendo un testigo en silencio, alguien que observa las vidas de otros a través de barreras invisibles. Quizás camine hacia la soledad, esa conocida compañera que nunca pide nada y tampoco da respuestas. O tal vez, sin saberlo, esté buscando algo desconocido, alguna chispa que lo saque de esa rutina de observar sin participar. Su paso se pierde entre las aceras mientras el aroma del café todavía flota débilmente en su memoria.

  • La taza vacía marca el final del encuentro, pero también la promesa de otro. Porque el café es excusa y puente, inicio y cierre; es el medio para saborear pausas, para convertir el tiempo en conversación, en compañía, en presencia. Es el símbolo sencillo de que estamos aquí, dispuestos a detenernos, aunque sea un instante, para compartir un sorbo de vida. Tomar café es también un acto social: una manera de decir “te escucho”, de decir “te acompaño”. Es el modo más breve y más honesto de ofrecer tiempo, de ceder un espacio en medio del caos para reconocer que, pese a todo, estamos aquí, juntos.
Fin

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos para todos y continuemos siendo felices.





jueves, 21 de agosto de 2025

Estoy aquí, ¿lo ves?.

©Berta Martín de la Parte- Imagen creada con IA.




 MONÓLOGO: Estoy aquí, ¿lo ves?.

Es como si estuviera muerta.
No, no muerta de verdad… Pero tampoco viva.
Estoy aquí, ¿lo ves? Me muevo, hablo lo justo, sonrío cuando toca. Nadie sospecha.
Por fuera, soy impecable. Intacta. Como una casa recién pintada con las ventanas cerradas.
Pero por dentro... por dentro es otra historia.

Hay una tormenta sin relámpagos.

Sentimientos que no se gritan, que no se lloran, que no se explican.
Están todos ahí, escondidos.
Pegados a las paredes de mis órganos, infiltrándose en cada célula,
como una humedad que no se ve pero que lo pudre todo.

A veces creo que si alguien me tocara el pecho, solo un segundo,
sentiría el eco de un grito contenido.
Una explosión detenida justo antes del estallido.
Pero nadie toca.
Nadie pregunta.
Y yo… no sé cómo empezar a hablar de algo que ya no tiene palabras.

Así que sigo.
Me levanto. Me ducho. Me maquillo el silencio.
Y salgo a la calle como si nada.
Como si no estuviera muerta.
Como si no supiera que en cualquier momento, sin avisar,
podría volver a sentir…
y eso,
eso es lo que más me asusta.

Fin

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte

Saludos para tod@s.

Seamos felices.


viernes, 8 de agosto de 2025

«Donde no estamos, somos».



@Berta Martín de la Parte- Imagen creada con IA.


 ** Donde no estamos, somos**

No recordaba la primera vez que la vio, porque, en el fondo, siempre la había sentido cerca. No como se siente a alguien al lado, no con los sentidos, sino con algo más profundo, como si hubiese nacido sabiendo que en algún punto del mundo existía una mujer que llevaba su nombre escrito bajo la piel.

La encontró una tarde de otoño, cuando las hojas caían sin ruido y el mundo parecía detenerse sólo para permitirles coincidir. Ella hablaba de cosas triviales, pero él escuchaba como si cada palabra fuera una clave, una melodía que despertaba algo que había dormido en su pecho durante años.

Desde entonces, nada importó.

No importó lo que hicieran, ni lo que esperaran. El tiempo dejó de existir en su forma lineal. Había días en que no se veían, semanas incluso, y sin embargo él sentía su presencia como se siente la gravedad: invisible, constante, inevitable.

Amarla no fue una elección. Fue una certeza. Como respirar. Como doler.

Ella también lo sabía. Aunque a veces se alejaba, aunque la vida la arrastrara hacia otros amores, otros intentos, otras versiones de sí misma, había una mirada en sus ojos cuando se cruzaban que decía sin palabras: eres mío, y soy tuya, sin remedio y sin pausa.

Nunca se prometieron nada. Nunca pusieron nombres a lo que tenían. No hablaban de futuro, porque sabían que ese "nosotros" del que otros hablaban no era para ellos. Lo suyo era más antiguo, más hondo, más libre y también más cruel.

Había momentos en los que él la soñaba y despertaba con el corazón hecho trizas, con el eco de su nombre mordiéndole el pecho. Y había días en los que la tenía frente a él, pero sentía que ya estaba en otra parte, como si su alma jugara a esconderse sólo para probar su fidelidad.

Aun así, no importaba.
Ni el olvido, ni la ausencia, ni la sangre que a veces parecía buscarla en todos los rostros equivocados.

Ella seguía siendo suya. Y él seguía siendo de ella.

Sin voces. Sin rodeos. Sin velos.

Una pertenencia callada, como la de las raíces al suelo.
Una entrega que no necesitaba nombre ni pacto.

Era suya incluso cuando no lo sabía.
Y él era suyo incluso cuando se convencía de haberla soltado.

Ambos lo intuían: su historia no necesitaba tiempo. 

No necesitaba finales ni comienzos. 

Era un lazo sin lazos, una unión sin cuerpo, sin casa, sin testigos.

Un amor que no exige espacio, porque habita en lo invisible. Un amor que no se rompe, porque nunca fue hecho para sostenerse en el mundo. Un amor que arde sin fuego y se escribe sin tinta.

A veces, cuando la vida dolía demasiado, él cerraba los ojos y recordaba su voz. Y era suficiente.
Ella, por su parte, lo pensaba en el silencio de la noche, cuando nadie la miraba, cuando no tenía que fingir que no le dolía tanto desear lo que no podía tener.

Porque no se tenían como se tiene a alguien en esta tierra. 

 Se tenían en otra forma.
En una dimensión donde el "nosotros" era innecesario.

Y en ese espacio sin nombre, sin reglas, sin tiempo… seguían siendo:

Él, sin ella.
Ella, sin él.

Sin palabras. Sin rodeos. Sin imágenes poéticas.

Fin

© Berta Martín de la Parte.

Seamos felices, saludos para todos..






lunes, 21 de julio de 2025

Cuando el reloj llegó a cero.


©Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA.

Un paisaje urbano nocturno: Madrid

Un elemento futurista: Reloj digital.

Un peligro inminente: El olvido.

Un personaje enigmático: Matusalén.

Un desenlace inesperado: El despertar.


"Cuando el reloj llegó a cero" 

La ciudad de Madrid flotaba en la noche como una nave varada entre galaxias dispuestas

como naipes,

como si fueran las cartas de Ayet- esas que ya nadie recuerda, pero aún sueñan con ser leídas.

Los edificios, altos como la memoria que perdimos, respiraban luz artificial y silencio eléctrico. Todo era vertical, remoto, sin alma.

Y sin embargo, el tiempo no corría: caía.

En lo alto de la torre de Luján, la más antigua de la Villa —la única que alguna vez fue piedra antes de convertirse en código—, un reloj digital suspendía su cuenta regresiva en el aire. No marcaba horas, sino algo más profundo, más sutil, como si midiera la extinción lenta de lo humano.
El olvido no era amnesia.
Era niebla.
Era un virus sin nombre que devoraba lo vivido sin dejar cicatriz.
Cada día, la ciudad despertaba como si acabara de nacer. Y sin pasado, no había futuro.

Solo uno recordaba:

Matusalén, el símbolo de la longevidad y la sabiduría, caminaba entre ruinas tecnológicas con la lentitud de quien ya ha visto todo. Su cuerpo era delgado como la sombra del tiempo, y en su piel se dibujaban grietas donde dormían galaxias. Decían que había nacido antes del lenguaje, antes de la historia. Que él recordaba el primer fuego.  Y que guardaba, en un cuaderno de papel —milagro arcaico—, la memoria de todos los olvidados.

Yo lo vi la noche en que el reloj susurró su último segundo.
00:00:01

—¿Lo sientes? —me dijo sin mirarme, con la voz de alguien que habla desde el centro de los siglos.

—¿Qué cosa?

—La verdad que se esconde en los finales.

Abrió su cuaderno. No había tinta. Había visiones: Fragmentos flotando en el aire como humo sagrado: una madre cantando, un atardecer ardido sobre un mar antiguo, el olor del pan caliente, el tacto de un nombre amado. Eran memorias… o semillas. Cosas que yo nunca viví, y sin embargo conocía.

El reloj marcó cero.
00:00:00

No hubo explosión.
Solo un latido.
Y un viento. Antiguo, imposible, barrió las calles.
Las pantallas se apagaron como párpados rendidos.
Los drones cayeron como pájaros sin cielo.
Y el cielo, por siglos olvidado, se abrió como una herida luminosa.
Las estrellas —más reales que las leyes— regresaron.

La ciudad salió a mirar.
Lloraban sin saber por qué.
Reían sin causa.
Recordaban.

Los nombres de los abuelos.
El calor del sol.
El temblor de una mano tomada.

El olvido se deshizo como un mal sueño al amanecer.

Matusalén se sentó en los peldaños del tiempo y sonrió. Su rostro era una constelación.

—¿Estamos solos? —pregunté.

—Nunca —respondió—. Solo estábamos dormidos.

Desde entonces, el reloj ya no mide el fin.
Marca la vida.

Las horas no se pierden, se siembran.
Las máquinas aprendieron a escuchar.
Y las palabras florecen en las calles como lirios digitales.

Matusalén… desapareció.
Dicen que volvió al origen.
Otros juran que se convirtió en estrella.

Yo escribo ahora en su cuaderno, guardando los recuerdos.
Por si un día, otra vez, olvidamos.

Porque el olvido no es muerte.
Es pausa.

Y esta vez,
despertamos.


Final

© Berta Martín de la Parte.

Saludos para tod@s y seamos felices.

Relato participativo en la convocatoria convocatoria 24 Julio 2025


El rumor de las páginas.

  Imagen creada con IA. © Berta Martín de la Parte. - El rumor de las páginas- El metro avanzaba como un animal subterráneo, acompasando su ...