viernes, 7 de noviembre de 2025

La chispa.

 

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ⓒ Berta Martín de la Parte

La chispa.

Volvió a la casa una tarde de octubre, cuando el aire olía a madera húmeda y hojas podridas.
Hacía años que no cruzaba ese umbral. La pintura seguía resquebrajada en las mismas esquinas, y el reloj de pared —aquel que siempre marcaba el paso del tiempo como si fuera una respiración cansada— seguía colgado, tercamente vivo.

Él la recibió en la puerta con una sonrisa torpe, un gesto aprendido de quien no sabe muy bien qué decir. Había envejecido: los hombros más estrechos, la piel translúcida, la voz quebrada como una rama seca. Aun así, en su mirada había algo parecido a la esperanza, una chispa pequeña que se negaba a apagarse.

  • Qué bien te veo, hija —dijo, mientras la abrazaba sin fuerza.

  • Ella asintió, sintiendo cómo el olor a tabaco viejo y soledad se le metía en el pecho. Tú también estás bien, papá —mintió con suavidad.

La mesa estaba puesta con esmero, como si cada plato buscara redimir años de ausencias.
Comieron lentamente, tropezando en conversaciones tímidas: el jardín, el tiempo, el vecino que ya no vive allí.
Había una extraña serenidad, una tregua frágil sostenida por la nostalgia.

Por momentos, Clara se sorprendía pensando que tal vez las heridas del pasado se habían cerrado solas, como esas grietas en las paredes que el tiempo disimula con polvo.
Tal vez, pensó, el amor sí puede volver a encontrar su forma, aunque esté lleno de costuras invisibles.

Pero el pasado no se borra, sólo se adormece.
Y basta una palabra, una imagen, 

una memoria que se escapa sin permiso, para que despierte.

  • El otro día pasé por mi antiguo colegio —dijo ella, sin pensar demasiado—. Todavía me acuerdo del día que no fuiste a recogerme. Me quedé esperando hasta que anocheció.

No hubo reproche en su voz, ni sombra de acusación.
Era un recuerdo como tantos, un trozo de infancia que asomó a la conversación buscando aire.

Pero en el gesto de su padre algo cambió.
Una rigidez mínima, casi imperceptible, le endureció la mirada. El silencio cayó sobre la mesa como una manta pesada.

  • ¿Todavía estás con eso? —preguntó él, sin mirarla.
    Ella titubeó.

  • No, no es eso… sólo lo recordé, nada más.

Él soltó una risa seca, sin humor.

  • Siempre lo mismo, Clara. Siempre buscando motivos para juzgarme. 

  • Papá, no te estoy juzgando.

  • Claro que sí. Igual que tu madre. Ustedes nunca pudieron ver más allá de mis errores.

El aire se volvió espeso.
El reloj marcaba cada segundo con crueldad, como si midiera el pulso de la distancia entre ambos.
Clara bajó la mirada hacia su plato intacto. Sintió una punzada antigua, esa mezcla de miedo y tristeza que conocía desde niña, cuando él levantaba la voz y ella aprendía a callar.

No quería discutir.
Había venido buscando algo distinto, un pequeño gesto de ternura, un puente sobre las ruinas.
Pero la chispa ya había saltado, y el fuego del rencor se extendía sin control.

  • ¿Sabes qué, papá? —dijo al fin, con una voz serena que apenas ocultaba el temblor—. Tal vez nunca entendiste que no buscaba culparte. Solo quería que dijeras “lo siento”. Una vez. Solo eso.

Él levantó la vista, sorprendido.  Durante un instante, el brillo de sus ojos se quebró, como si algo dentro de él se ablandara. Pero enseguida se recompuso, endureciendo el gesto, refugiándose en su orgullo como en un abrigo demasiado viejo.

  • No tengo nada de qué disculparme —murmuró. Y volvió a clavar el cuchillo en el trozo de carne, como si cada corte fuera una defensa.

El silencio se alargó, pesado, inmenso.
Clara miró el mantel, el vaso, la ventana. Todo parecía lejano, como si estuviera viendo una escena que ya había ocurrido muchas veces.

Comprendió entonces que hay heridas que no cicatrizan porque nadie se atreve a tocarlas.

Que el perdón, cuando no encuentra dónde posarse, se convierte en piedra.

Terminó su vino despacio.
Él siguió hablando, sin decir nada.
Palabras huecas, lugares comunes, frases que flotaban sin destino.
Y ella sonreía por cortesía, mientras algo en su interior se apagaba, definitivamente.

Cuando se despidieron, la tarde ya moría.  Él la acompañó hasta la puerta y la abrazó brevemente, como si ese gesto bastara para borrar el eco de lo dicho. Clara le devolvió el abrazo, sintiendo que en ese contacto se mezclaban el amor, la impotencia y una ternura dolida.

  • Cuídate, papá.

  • Tú también, hija.

Cerró la puerta despacio.
El reloj seguía marcando su tic-tac paciente, indiferente al peso de los años y de las palabras no dichas.

Mientras caminaba hacia su coche, Clara sintió que la noche le caía encima con suavidad.
Miró hacia la ventana iluminada y, por un momento, creyó ver su sombra, sola, inmóvil, frente a la mesa vacía.
Pensó que tal vez ambos estaban hechos del mismo material: amor sin cauce, orgullo sin remedio, silencio acumulado.

Y comprendió, finalmente, que no hay explosiones sin fuego previo.
Que la chispa no nace del azar, sino de todo lo que se guardó demasiado tiempo.

Se subió al coche, encendió el motor, y dejó que el ruido del camino ahogara el resto de los pensamientos.

El reloj, allá dentro, seguiría marcando el tiempo.
Ella, afuera, comenzaba al fin a dejarlo pasar.


Final

Nota del autor: - La chispa es un relato que explora la fragilidad de los lazos familiares y la persistencia del rencor oculto tras años de silencio. A través del reencuentro entre un padre y su hija, con el texto intento revelar cómo una conversación aparentemente trivial puede desenterrar antiguas heridas y poner al descubierto lo que nunca se dijo.

Derechos de autor: © Berta Martín de la Parte.



miércoles, 22 de octubre de 2025

El relámpago y la pila de los 1.320

 

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© Berta Martín de la Parte


- El relámpago y la pila de los 1.320-

Dicen que la literatura es una llama, pero nadie advierte que el fuego también cansa.


En una sala de aire denso —esa mezcla de café recalentado y desesperanza burocrática— cinco jurados miran el abismo de 1.320 ficciones apiladas frente a ellos. Son montañas de papel que apenas respiran; cordilleras donde cada hoja quiere ser cima, cada palabra busca su milagro de eternidad. Pero el milagro tiene horario de oficina.

Los jurados se miran. Se han vuelto transparentes por dentro, como si la lectura hubiera disuelto lentamente sus órganos, dejándoles solo un leve zumbido en las sienes. Han leído tanto que ya no recuerdan si la historia de la niña en bicicleta fue del manuscrito 437 o del 912. Todo empieza a mezclarse: la abuela que muere, el hombre que sueña con peces, el gato que filosofa sobre la soledad. Las ficciones se contaminan entre sí, como si todas hubieran nacido del mismo bostezo universal.

Y, sin embargo, algo los mantiene ahí.

Quizás el miedo al error. O el deseo, casi supersticioso, de hallar una frase que justifique la existencia de todas las demás.

Cada manuscrito tiene un nombre secreto, un seudónimo: “Rapsodia de la Niebla”, “El rumor de los trenes”, “Piel de horizonte”. Los jurados se ríen suavemente al leerlos; algunos huelen a perfume gastado, otros a pretensión recién planchada. Pero entre el montón, a veces, una página brilla con la obstinación del polvo al sol.

Y entonces alguien dice:
—Este tiene algo.
Esa frase basta para levantar sospechas, simpatías, alianzas. “Algo”: la palabra más peligrosa del idioma crítico.

En el manuscrito 678 hay un niño que roba cerezas. En el 1049, un dios que se hace mendigo. En el 213, un perro que recuerda sus vidas pasadas. Pero el jurado empieza a olvidar los argumentos. Lo que buscan ya no es historia, sino respiro: una cadencia, un sobresalto, un gesto que parezca sincero aunque esté calculado.

La presidenta del jurado, una poeta que una vez ganó este mismo certamen, cierra los ojos. Su mente se llena de metáforas muertas: “el silencio que florece”, “la luna herida de invierno”, “las alas del alma”.
Suspira.
—Tanta gente escribiendo para ser escuchada —dice— y tan pocos que saben callar dentro de una frase.

El jurado asiente con un murmullo de culpabilidad.
Fuera, la tarde se arruga en el vidrio.
Dentro, el tiempo se detiene.

Al cabo de días —o siglos, porque en estos certámenes el reloj se curva como un gato al sol—, quedan solo diez finalistas. Diez elegidos entre 1.320. Una decantación de esfuerzo y olvido. Cada texto tiene su defensor, su enemigo, su crítico condescendiente. La lectura se vuelve política: no de ideas, sino de equilibrios. Uno cede aquí, otro concede allá. Como si la belleza necesitara un pacto para ser reconocida.

Alguien propone votar.
Alguien más pide releer.
Y el tercero sugiere un descanso, porque la belleza, cuando se repite, también abruma.

En el descanso, uno de los jurados hojea los descartados. Lo hace por instinto o por remordimiento. En el manuscrito 1128 encuentra una historia breve, apenas diez páginas, escrita con una torpeza que roza la pureza. Una niña describe cómo su madre, analfabeta, le enseñó a leer con los envases del supermercado. No hay giros brillantes ni metáforas infladas, solo una voz que tiembla al nombrar lo cotidiano.
El jurado se queda quieto, como si un insecto de luz se le hubiera posado en el pecho.
Pero no dice nada.
El tiempo del jurado no pertenece a la inocencia, sino a la administración del asombro.

Cuando vuelven al debate, la presidenta levanta el manuscrito 973: “El relámpago y la orilla”. Todos asienten con un alivio casi físico.

Sí, ese tiene algo.
No saben bien qué, pero tiene el brillo correcto, la extensión adecuada, la ambición justa. Además, su autor —revelado tras la votación— pertenece a una editorial menor, lo cual aporta el sabor de la justicia poética.
La decisión se toma.
El relámpago ha caído.

Y, como todo relámpago, apenas dura un instante.
El resto —las 1.319 ficciones— se apaga en silencio.

Días después, el fallo se anuncia en un teatro de provincia. Hay flores, flashes, aplausos. El ganador, con traje demasiado nuevo, balbucea un discurso sobre la humildad del arte y el poder de las palabras. Los jurados lo escuchan desde la penumbra de la primera fila. Ninguno recuerda exactamente por qué lo eligieron.
Solo saben que, entre tanto ruido de ficciones, en algún momento algo pareció brillar, y eso bastó para decidir.

Luego vuelven a sus casas con la sensación de haber cometido una pequeña traición necesaria.
Quizás eligieron bien.
Quizás eligieron el texto más hábil, o el más dócil, o el más parecido a lo que esperaban encontrar.
Quizás —piensan en secreto— el verdadero ganador sigue escondido en una caja, respirando entre papeles rechazados.

En la noche, uno de ellos sueña con esa pila interminable de manuscritos. Cada hoja se mueve como un pecho que exhala. De las palabras brotan manos, ojos, latidos.
Las historias no aceptan el veredicto; se reagrupan, se susurran entre sí, se consuelan.

“Nos leyeron”, se dicen.
Y eso, de algún modo, ya es una victoria.

Porque al final, ningún jurado juzga la literatura.
Solo intenta justificar su propia fe: la de que, entre mil trescientas veinte voces, aún existe una capaz de salvarnos del silencio.
Y esa fe —ciega, fatigada, humana— es el verdadero premio.

Fin

Derechos de autor: © Berta Martín de la Parte

Saludos para tod@s y continuemos siendo felices.



jueves, 9 de octubre de 2025

Caperucita vuelve a Manhattan.

 

Imagen creada con IA
@ Berta Martín de la Parte


" Caperucita vuelve a Manhattan"

Manhattan se había despertado aquella mañana oliendo a óxido y pan tostado. Sobre el rio Hudson que siempre duda entre ser mar o ciudad, sobrevolaban el aire murmullos de sirenas y gaviotas. 

En el NYC Ferry, una mujer joven apoyada en una de las barandillas del barco —una lectora que llevaba un libro bajo el brazo— pensó haber visto a una niña con una capa roja mirando el agua. 

La niña sonreía como si esperara a alguien. 


Sara Allen había regresado. Treinta años después de su primer paseo solitario, cruzaba otra vez el puente imaginario que une la infancia con el deseo de libertad. Su capa era ahora una bufanda de lana roja, deshilachada, rodeando su cuello. En su mirada permanecía la misma mezcla de asombro y hambre de mundo. 


Manhattan, en cambio, parecía más cansada. Los escaparates mostraban sueños en época de rebajas y los rascacielos, como viejos guardianes, seguían apuntando a un cielo que ya no prometía nada.


La espera de Sara Allen, no tardó en dar sus frutos, entre los murmullos del aire apareció la abuela. Rebeca Little también estaba de vuelta. Llevaba un sombrero extravagante, lleno de plumas y recuerdos. Su voz, aunque temblorosa, seguía sonando como una canción de ópera a medio recordar.

  • Querida, - le dijo a Sara-, la ciudad no ha cambiado tanto. Solo a aprendido a fingir mejor.


Ambas a la espera de la próxima salida del ferry, caminaron juntas hasta Battery Park. Desde allí, la Estatua de la Libertad se alzaba en el horizonte, envuelta en un resplandor que no era del todo luz ni del todo niebla. Sara la miró con la misma fascinación de entonces, aunque algo en su pecho pesaba más.

  • ¿Crees que sigue siendo libre?- preguntó. 

La abuela soltó una risa que sonó a copas vacías.

  • Libre es quien sabe perderse sin miedo. La estatua, querida, hace siglos que no se mueve. 


Nieta y abuela, no eran los únicos , entre tanta afluencia de turistas a esa hora, que esperaban al ferry. Un hombre alto y delgado observaba a las dos figuras. Llevaba un traje caro, gris humo, y unos ojos que parecían fabricados con la nostalgia del tiempo. 

Era Míster Woolf.

El tiempo le había limado los colmillos, pero no la melancolía. Ya no iba a la caza de inocencias, hacia tiempo que no coleccionaba recetas de tartas de fresas, ahora coleccionaba soledades. vendiendo, a través de su empresa digital, experiencias de conexión humana, por suscripción mensual.


Cuando vio a Sara, algo en él se estremeció- quizás el eco de aquel primer encuentro en Central Park, cuando ella había sido más valiente que él. 


Se acercó , torpe como quien busca redención en un semáforo. 

  • Sara Allen- dijo- . Has vuelto. 

Ella lo miró con una mezcla de ternura y desconfianza.

  • O quizás nunca me fui del todo. Las niñas que se pierden en Manhattan suelen quedarse aquí, a la sombra de los anuncios.


La lectora, que al ver a los tres había decidido bajarse del ferry, les había seguido con disimulo, apenas podía creer lo que veía. Caminaba detrás de ellos, tomando notas mentales. Había leído Caperucita en Manhattan en la universidad, cuando aún creía que los libros podrían cambiar el mundo. Ahora los leía para recordar que el mundo alguna vez había querido cambiar.


Les siguió hasta que subieron al ferry, que ya estaba a punto de zarpar;  ya a bordo cuando el barco partió hacia Liberty Island, sintió que el tiempo giraba sobre sí mismo como una veleta oxidada.


En el trayecto, la abuela habló del pasado, de la música y de los lobos que ya no sabía aullar. Míster Woolf permaneció en silencio, observando cómo los móviles de los turistas capturaban el horizonte en pixeles. Sara miraba el agua.

De pronto, le habló a la lectora, que se había sentado a su lado sin saber cómo.

  • ¿ Tú también soñabas con venir aquí?

  • Sí- respondió ella-, pero ahora la libertad me parece una marca registrada.

Sara sonrió.

  • Entonces entiendes. La libertad no se visita, se busca. Aunque esté oxidada, aunque se esconda dentro de una estatua que ya no sabe qué significa.


El ferry se detuvo. Todos bajaron en fila, obedientes, como si pisar aquella isla fuera un acto de fe. Frente a ellos, la Estatua de la Libertad se erguía imponente. Su antorcha brillaba débilmente bajo un cielo encapotado. La lectora sintió un escalofrío: la estatua parecía cansada, como si el peso del metal fuera también el peso de las promesas incumplidas.


La abuela sacó un pequeño espejo de su bolso y lo levantó hacia la estatua.  

  • Mira, Sara. Quizás la libertad solo exista cuando alguien la refleja.

Míster Woolf apartó la vista. Tal vez no soportaba ver su propio rostro deformado en aquel gesto.


Entonces, la lectora- sin saber por qué- abrió el libro que llevaba y lo dejó caer al suelo. El viento lo elevó y algunas de las páginas se desprendieron comenzando a volar sobre las explanada, revoloteando entre turistas  y gaviotas. Sara corrió tras ellas riendo, la bufanda roja ondeando como una bandera diminuta. Durante un instante, pareció que todo era posible otra vez.


Cuando el libro se detuvo a los pies de la estatua, Sara lo recogió y lo abrió al azar. La página decía: Ser libre no es llegar, sino seguir caminando aunque nadie te te espere. 


Sara levantó la vista hacia la antorcha, y por un momento creyó ver que la llama titilaba con un brillo humano, casi triste, de repente su vista se detuvo en la tablilla que sostenía la estatua. En el cobre oxidado creyó leer una frase que nadie había escrito sobre ella: Aquí yace la libertad que prometimos, pero que algunos olvidaron practicar.


La abuela le tomó la mano. Míster Woolf dio media vuelta. La lectora guardo silencio.


Sara Allen, Rebeca Little y Míster Woolf echaron a andar hacia el embarcadero, entre la neblina que comenzaba a levantarse de las aguas. Sus siluetas se fueron disolviendo entre los turistas y las banderas, como si regresaran a un tiempo que no pertenece a nadie. Quizás tomaron otro ferry, quizás cruzaron a otra orilla, o quizá simplemente se adentraron en la historia- esa que de vez en cuando se reescribe par volver a empezar.


Nadie volvió a verlos, pero dicen que en ciertos atardeceres, cuando el sol incendia el cobre de la estatua, aún se distingue una bufanda roja flotando sobre el agua. 


La Estatua de la Libertad continuaba allí, inmensa, despierta, indiferente, inmóvil, sosteniendo su fuego, que por un momento la brisa, con rumor de sirenas y risas lejanas, pareció avivar, mientras que en el humo imaginario pareció dibujarse una frase:

Sigo recordando aquello que el resto del mundo prefirió olvidar” 



Final.


Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.


Relato , ( Modalidad fuera de concurso) :

como colaboración en el homenaje a Carmen Martín Gaite; organizado por

EL TINTERO DE ORO

 


Saludos para todos y continuemos siendo felices. 😊







lunes, 6 de octubre de 2025

Los que lloran en el cine.



Imagen : freepik.es

"Los que lloran en el Cine"

El cine Luxor, que originalmente fue un pequeño teatro que llegó a ser el orgullo del barrio, se 

encontraba en una calle secundaria del centro de la ciudad, entre una tienda de discos y una cafetería.

Con su cartel de neón parpadeante y una marquesina que anunciaba películas viejas en letras descoloridas, el Luxor resistía, como un náufrago aferrado a una balsa, mientras otros cines más modernos y brillantes se levantaban alrededor.


Era una noche de otoño en 1986, cuando tres personas que,

en apariencia, no tenían nada en común, se cruzaron en el Cine Luxor.


**Ana** entró primero. Era una mujer de unos cuarenta años, con el cabello recogido en un moño apresurado y el rostro marcado por la tristeza. Solía venir al Luxor cada semana desde que su marido la había dejado hacía un año. El cine era su refugio, el lugar donde podía perderse en las historias de otros y olvidar, aunque solo fuera por un par de horas, el vacío en su vida. Ana era de las que lloraban en el cine. Lloraba porque en la oscuridad nadie la veía, y porque las lágrimas en ese lugar se confundían con las emociones que la pantalla provocaba en todos.


Esa noche, como muchas otras, eligió un asiento en la penúltima fila, donde podía estar sola pero no demasiado apartada. La película que proyectaban era un clásico de los años 50, un melodrama en blanco y negro que había visto varias veces, pero que seguía eligiendo porque su historia la hacía sentir menos sola. Cuando las luces se apagaron y la proyección comenzó, Ana se hundió en su asiento, lista para dejarse llevar.


**David** llegó tarde, como siempre. Tenía 25 años, el pelo despeinado y la ropa desaliñada. Su vida era un desastre, con un trabajo que odiaba y una relación que había terminado de la peor manera posible. Ir al cine era su escape, una tradición que había heredado de su padre, un hombre que lo había llevado al Luxor desde que era un niño. Aunque ahora venía solo, David encontraba consuelo en la familiaridad del lugar. El Luxor olía a pasado, a recuerdos impregnados en las alfombras desgastadas y los asientos chirriantes.


David no lloraba en el cine, o al menos eso creía. Sin embargo, cada vez que las luces se apagaban, algo dentro de él se aflojaba, una especie de nudo en su pecho que durante el día mantenía apretado. En la oscuridad, donde nadie podía verlo, se permitía sentir, aunque no siempre sabía qué era lo que estaba sintiendo.


Esa noche, David se sentó en la última fila, unos asientos a la izquierda de Ana, aunque no la vio. Para él, el Luxor era una burbuja donde los rostros se desdibujaban y lo único que importaba era la pantalla, la historia que lo alejaba, al menos temporalmente, de su propia vida.


**Jorge**, además de encargarse de vender las entradas en la ventanilla, era el proyeccionista y llevaba más de veinte años trabajando en el cine Luxor. Era un hombre de unos sesenta años, de cabello canoso y mirada cansada, pero había algo en su manera de caminar que sugería que el cine seguía siendo su lugar en el mundo. Había visto cambiar las películas, los formatos, el público, pero él permanecía allí, detrás de la cabina, asegurándose de que la magia siguiera ocurriendo.


Jorge era de los que lloraban en el cine, pero no por las historias que proyectaba, sino por el cine mismo. Lloraba en silencio, en su pequeña cabina, cuando las luces se apagaban y sentía que, con cada proyección, una parte de ese mundo al que tanto había amado se desvanecía. Los años 80 habían traído la modernidad, y con ella la amenaza de que cines como el Luxor se volvieran obsoletos. Era un cine viejo en una ciudad que no paraba de cambiar, y Jorge sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, como arena que no se puede retener.


Esa noche, como tantas otras, Jorge encendió el proyector y dejó que la luz atravesara la película, creando sombras y movimientos que cobraban vida en la pantalla. Mientras la película avanzaba, miró a través de la pequeña ventana de la cabina, observando a los pocos espectadores que, como fieles a un ritual, seguían asistiendo al cine.


Ana, sentada en su butaca, ya estaba llorando. La protagonista de la película sufría por un amor imposible, y Ana no podía evitar verse reflejada en ella. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras susurraba para sí misma que, quizás, algún día, podría sentirse diferente, podría volver a vivir sin esa tristeza constante.


David, en la última fila, miraba la pantalla sin realmente verla. Su mente estaba en otro lugar, en su exnovia, en las palabras que nunca debió haber dicho. Pero entonces, una escena particular de la película, un momento de reconciliación entre los personajes, lo golpeó de manera inesperada. Sintió que algo se rompía dentro de él, y aunque no lloró abiertamente, una lágrima solitaria escapó de su ojo, rodando por su mejilla antes de que pudiera detenerla.


Jorge, desde la cabina, les observaba con atención. No importaba que el público asistente , en la sala, le estuvieran dando la espalda. Él ya había observado sus rostros, la mirada al recoger las entradas, y esa forma tan peculiar de sostenerlas, como si ese trozo de papel, con un número de fila y asiento, tuviera un significado que solo ellos podían comprender. Con el trascurso de los años, había aprendido a leer las reacciones de la gente, a identificar a aquellos que venían al cine no solo a ver una película, sino a buscar algo más. Sabía que Ana lloraba en cada función, que David venía para desconectarse de su vida, y que, en el fondo, ambos compartían algo en común. Eran como él, personas que encontraban en el cine un refugio, un lugar donde las emociones podían fluir sin juicio.


Cuando la película terminó y las luces se encendieron lentamente, Ana secó sus lágrimas con el pañuelo que siempre llevaba en su bolso. David se levantó despacio, tratando de recomponerse antes de que alguien lo viera. Y Jorge, desde su cabina, sonrió tristemente, sabiendo que, aunque el mundo cambiara, el Luxor seguiría siendo el hogar de aquellos que lloraban en el cine.


Mientras salían, Ana y David se cruzaron en el vestíbulo. Se miraron por un segundo, reconociendo en el otro la misma vulnerabilidad que ambos habían tratado de ocultar. No dijeron nada, solo una leve sonrisa compartida antes de seguir su camino, dejando atrás el cine y sus propias historias.


El Luxor se quedó en silencio, pero en su oscuridad quedó la promesa de otra noche, otra película, y otros espectadores que encontrarían en él un lugar donde sus lágrimas, finalmente, tendrían sentido.


Fin

Derechos de autor: © Berta Martín de la Parte

Imagen: © freepik.es

Continuemos siendo felices.
Saludos para todos.



La chispa.

  Imagen creada con IA ⓒ Berta Martín de la Parte La chispa. Volvió a la casa una tarde de octubre, cuando el aire olía a madera húmeda y ho...