viernes, 18 de julio de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA: Una antología en cuatro trazos. IV " Donde se cruzan los trazos".



© Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA.

INTRODUCCIÓN

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?.
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA; reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación. Hoy , para cerrar la serie de relatos del cuaderno titulado DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA, publico el relato titulado: Donde se cruzan los trazos. 

Enlace al primer relato: Elías, el hombre que se borraba.
Enlace al segundo relato: Clara, en el papel del viento.
Enlace al tercer relato: Lucía la que aún dibuja


IV "Donde se cruzan los trazos"

No hay un lugar exacto. No hay una fecha precisa. Solo hay un instante, fuera del calendario, donde los dibujos que fuimos se encuentran, sin importar si aún caminan, si ya son viento, o si apenas comienzan a desdibujarse.

Ese lugar es una plaza, o un sueño, o una hoja en blanco aún por definir. Pero está ahí, siempre esperándonos.

Lucía llegó primero. Con un cuaderno en la mano y un cansancio dulce en los ojos. Había pasado la tarde buscando sin saber qué, como si una cuerda invisible la tirara hacia algún punto del mundo. En el centro de la plaza —que no aparecía en ningún mapa— había un banco vacío. Se sentó. Abrió su cuaderno. Y esperó.

Minutos, o quizás años después, llegó Elías.

No venía caminando, venía deslizándose. Su figura era tenue, casi translúcida, pero aún conservaba esa serenidad de quien ha dejado de temer al tiempo. Al ver a Lucía, algo en él titiló. No la conocía, pero la reconocía.

—¿Me estás dibujando? —preguntó, con voz que era más soplo que sonido.

Lucía no respondió. Le mostró la hoja. En ella, el contorno de un hombre que parecía estar hecho de viento y memoria. Elías sonrió, como si encontrarse a sí mismo en un trazo ajeno fuera una forma de regresar.

Y entonces, Clara.

No llegó como figura. Llegó como luz. Una vibración suave en el aire, una fragancia de infancia y silencio. Lucía levantó la vista. Elías cerró los ojos. Ambos sintieron lo mismo: una presencia que no exige espacio, pero lo llena todo.

Clara habló sin hablar.

"El arte no era para conservarnos, sino para encontrarnos. Cada línea que perdimos fue un puente. Cada color que se apagó, una señal. No somos cuerpos que desaparecen. Somos significados que se transforman."

Lucía sintió que el lápiz se movía solo en su mano. Comenzó a dibujar algo nuevo. Ya no era Elías, ni ella misma, ni siquiera Clara. Los nombres no importaban. Era otra cosa: tres siluetas entrelazadas, nacidas de una misma línea continua. No había rostro definido, ni fondo. Solo conexión. Solo una verdad hecha forma.

Elías , por primera vez en mucho tiempo, se sintió completo. No porque hubiese recuperado lo que perdió, sino porque comprendió que lo esencial nunca se había ido, que siempre había estado ahí, presente en cada momento, y que, aunque no lo viera, estaba ahí, esperándole. Clara seguía en él. Lucía, una desconocida, ya formaba parte de él. Y, de alguna manera, él estaba presente en los dibujos que Lucía aún no había hecho.

Entonces, el mundo pareció suspenderse.

El tiempo dejó de contar. El aire se volvió palabra. El espacio fue abrazo.

Y allí, en esa plaza sin nombre, los tres se fundieron por un instante en el mismo trazo. Clara, como luz que guía. Elías, como memoria que sostiene. Lucía, como mano que nombra.

Cuando todo volvió a ser silencio, Lucía estaba sola otra vez. Pero no sentía ausencia. Sentía expansión. Cerró el cuaderno con cuidado y supo que nunca volvería a dibujar de la misma manera.

Porque hay encuentros que cambian la forma del alma. Hay lugares donde los que se han borrado dejan una señal. Y hay dibujos que no se hacen con tinta ni grafito, sino con presencia.

En algún banco público, del mundo, un cuaderno espera. Dentro, tres figuras. Juntas. Eternas. No por ser perfectas, sino por haberse encontrado.

No hay un lugar exacto. No hay una fecha precisa. Solo hay un instante...

                                            Quizás no seamos permanentes. Quizás solo seamos gestos.

Pero hay gestos que perduran.

Colores que, aun tenues, no se olvidan.

Dibujos que, aunque se borren, dejan huella.

Final

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos para todos.

Seamos felices.



viernes, 20 de junio de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA: Una antología en cuatro trazos. III " Lucía, la que aún dibuja."

 


© Berta Martín de la Parte . Imagen creada con IA.


Introducción

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO No BORRA, reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación. Hoy publico el II relato titulado: Lucia, la que aún dibuja.

Enlace al primer relato: Elías, el hombre que se borraba.

Enlace al segundo relato: Clara, en el papel del viento.


"Lucía, la que aún dibuja"

Lucía siempre supo que algo era distinto en ella.

Mientras los demás corrían por la vida como si el tiempo fuera un trazo que no admitía correcciones, ella caminaba despacio. Observaba. Tocaba las cosas como si temiera que se borraran. Porque lo sabía, sin saber cómo: todo lo hermoso se desgasta.

Desde pequeña, dibujaba. No por talento, sino por necesidad. Como si el mundo fuera demasiado frágil y su deber fuera atraparlo antes de que se deshiciera. Dibujaba manos, puertas abiertas, miradas entre desconocidos. Y en sus cuadernos, los colores eran más intensos que en la vida real. Como si pudiera restaurar lo que los años robaban.

Cuando su madre comenzó a perder la memoria, Lucía dibujó sus ojos. Lo hizo cada día durante meses. No para retenerla a ella, sino para no olvidarse de sí misma al verla desvanecerse.

Una tarde cualquiera, conoció a Elías. No fue una conversación larga. Apenas cruzaron palabras mientras ella esbozaba el banco en el que él solía sentarse. Pero había algo en su figura —en su contorno apenas visible— que la detuvo. Elías era como un trazo que no se decide a quedarse en el papel. Un hombre en proceso de desaparición, pero sin tristeza. Con la serenidad de quien ha entendido el cambio.

Ella no lo dibujó esa vez. Lo observó. Lo guardó. Como se guardan los tonos exactos del cielo al atardecer.

Después, vino la segunda coincidencia.

Clara apareció en un sueño. Lucía la vio con total nitidez, con la claridad extraña de las visiones que no son del todo propias. Estaba de pie frente a una ventana sin vidrio, con las manos alzadas, tejiendo hilos invisibles que flotaban hacia el horizonte. Y Lucía, aún dormida, entendió: aquello no era un sueño. Era una invitación.

Desde entonces, algo cambió en su forma de dibujar. Los trazos eran más sueltos, como si una voz suave —no suya— la guiara. Empezó a pintar con los ojos cerrados. A dejar que los colores eligieran su lugar. No firmaba los cuadros. No los mostraba. Los dejaba en bancos, en estaciones, en los pasillos de hospitales.

Y entonces sucedió lo imposible.

Un niño encontró uno de esos dibujos. Lo miró largamente y le dijo a su madre: “Ella me recuerda a la señora que vino ayer en mi sueño. La del chal invisible.”

Lucía escuchó eso al pasar, y supo. No era la única.

Alguien estaba hilando almas.

Ya no se trataba de retener formas, sino de liberarlas. De entender que, si bien todos somos dibujos, algunos también son puentes. Y Lucía había sido elegida para ser uno de ellos.

Ahora pinta sin miedo. No para detener el tiempo, sino para traducirlo. Cada dibujo es un gesto hacia los que se están borrando. Un reconocimiento. Una bienvenida. Un susurro: te veo, aunque ya no estés del todo.

Lucía no necesita saber quién fue Clara ni por qué Elías la sigue visitando en sueños. Lo siente. Está dentro del trazo. En la suavidad del color que no se nombra.

Y pronto, sin saberlo aún, ella también será parte de una historia mayor.

Una en la que tres dibujos se encuentran. No para permanecer, sino para revelarse.

Fin


Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos cordiales para todos.

Seamos felices.


viernes, 30 de mayo de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA. Una antología en cuatro trazos. II, CLARA, EN EL PAPEL DEL VIENTO.



© Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA.


Introducción

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA, reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación. Hoy publico el II relato titulado: Clara, en el papel del viento. Enlace al primer relato: Elías, el hombre que se borraba.


  II "Clara, en el papel del viento"

El día que Clara dejó de respirar, no fue el final. Fue apenas un cambio de trazo.

Ella lo supo antes que nadie. Una mañana, lo sintió en los dedos: ya no podía coser con precisión. Las agujas resbalaban de su tacto como si fueran de humo. El mantel que bordaba para acompañar las tardes comenzó a desdibujarse. El pájaro que había nacido en la esquina superior se deshizo en hilos sueltos. Clara no lo corrigió. Lo dejó volar.

Había aprendido, con los años, a aceptar la pérdida como parte del arte de estar viva. Porque la vida —ella lo entendió antes que Elías— no era una obra terminada. Era un dibujo que se deshacía a medida que uno lo recorría.

Desde su lugar más leve, Clara ahora observa. No como se observa con ojos. Lo suyo es un mirar hecho de presencia. Es parte del aire que toca la frente de Elías cuando duerme. Está en el temblor de las hojas cuando él pasa cerca de un árbol. En la manera en que una canción que ya no suena sigue recordándose. Elías no lo sabe, pero la siente. La siente en los silencios que no pesan. En las palabras que aún puede decir sin voz. Y cuando recuerda —cuando vuelve a ella en sus pensamientos, al aroma del pan por las mañanas, al roce tibio de una caricia ya ida— Clara se pinta por un instante. Aparece, fugaz y vibrante, en el lienzo de su mente.

Porque eso es lo que son ahora: recuerdos con cuerpo tenue. Pero no todo se borra.

En la ciudad, otros también comienzan a perder color. No es una maldición, ni un castigo. Es simplemente el paso a otra forma. Hay niños que nacen ya con líneas suaves, como si vinieran al mundo sabiendo que el trazo no es lo importante. Hay ancianos que, al borde de desdibujarse por completo, se iluminan de dentro hacia afuera, como si el alma finalmente alcanzara la superficie.

Y entre todos ellos, Clara , desde ese lugar leve, ha comenzado a tejer algo nuevo. Sin manos, sin hilo. Con memoria. Teje un mapa invisible de los que ya no están completos pero aún existen. Los que fueron dibujos y ahora son viento. Los que dejaron de tener forma, pero siguen tocando cosas: flores, rostros, ideas. Como notas de una canción que no se escribe, pero se siente.

Ella es parte de esa sinfonía leve. Y en ella, Elías es un instrumento más.

Una noche, Elías se sentará en el banco donde solía esperarla. No hablará. No llorará. Solo dejará que el silencio se pose sobre sus hombros como un chal. Y entonces, lo sentirá: una ráfaga tibia, un leve olor a lavanda, un color que no se ve con los ojos. Clara!

No será un fantasma, ni una aparición. Será presencia: exacta, callada, incorpórea. Como un trazo en el aire que aún no se borra.

Elías cerrará los ojos. No necesitará más pruebas.

A su lado, sobre la madera vieja del banco, encontrará un cuaderno abierto. Con una figura dibujada, aún inacabada, aún viva. La imagen de una muchacha de ojos grandes y silencios largos, que parece dibujar lo que el mundo no ve. Firmado con el nombre Lucia.

Y así continuará su historia:

No serán líneas, ni páginas, ni cuadros. Serán pasos que se dan sobre el papel de su propio mundo, dejando marcas que solo los que han empezado a borrarse pueden leer.

Porque hay vidas que no se olvidan. Se transforman. Se funden con el aire. Se hacen parte de todos.

Como Clara. Como Elías. Como nosotros, los que un día fuimos dibujos y ahora, con cada gesto, nos estamos volviendo eternos.

Fin

Continuará con el siguiente capítulo titulado " Lucia, la que aún dibuja"

Derechos de autor: Berta Martín de la Parte.

Saludos cordiales para todos.

Seamos felices.





viernes, 9 de mayo de 2025

DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA -Una antología en cuatro trazos. I. Elías, el hombre que se borraba.


© Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA


Introducción

¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su paso invisible, fuera una gran mano que nos va borrando lentamente los colores, las texturas y las líneas?
Este cuaderno DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA, reúne cuatro relatos que exploran esa idea desde distintos rincones del alma. No son cuentos en el sentido clásico. Son reflejos. Son retratos del tiempo, del amor, de la pérdida, y de la transformación.

 

I. Elías, el hombre que se borraba:

Durante años, Elías creyó ser un hombre completo. Sentía que caminaba con peso, con presencia, como si su sola sombra pudiera afirmar su lugar en el mundo. Lo habían dibujado bien: con líneas firmes en la espalda, trazos profundos en la mirada, y un corazón lleno de color. O eso pensaba.

Vivía entre personas que, como él, parecían salir de un cuaderno de artista. Había mujeres con curvas de pincel, niños con risas en acuarela, y ancianos con texturas rugosas como papel cansado, pero aún íntegro. Todos tenían color. Todos tenían forma.

Pero una mañana, mientras se afeitaba, Elías notó algo extraño en el espejo. No era la arruga junto al ojo, ni el cabello que se iba volviendo ceniza. Era otra cosa. Un leve desvanecimiento en el contorno de su mandíbula. Una suavidad extraña, como si alguien hubiera pasado una goma de borrar por su perfil. Se frotó la cara, creyendo que era vapor, pero no. La línea ya no estaba.

En los días siguientes, comenzó a perder colores. Primero fue el azul profundo de sus ojos. Luego el ocre de sus manos curtidas por el trabajo. Después, el rojo que sentía en el pecho cuando miraba a Clara, la mujer con quien había compartido su vida. Se miraba en los reflejos —en los charcos, en los cristales— y cada vez se parecía más a una sombra mal trazada.

“Te estás apagando”, le dijo un niño una tarde, al cruzarse con él en la plaza. Elías sonrió, pero el niño no devolvió el gesto. Lo miró como se mira un dibujo que alguien dejó a medio hacer.

Lo peor no era perder los colores. Era lo que venía con eso: los recuerdos. Las voces del pasado comenzaban a sonar lejanas, como si se hundieran en el fondo de un mar gris. Los nombres importantes se le escurrían entre los dedos. Su propia voz ya no tenía peso. Cuando hablaba, sentía que su aliento no movía el aire.

Clara, sin embargo, no parecía preocuparse. Lo miraba como si aún estuviera completo. Como si su piel no se estuviera volviendo translúcida, como si su risa aún tuviera volumen.

“¿No ves que me estoy borrando?” le preguntó una noche, con un susurro quebrado.

Ella se acercó y le acarició el rostro. “No te estás borrando, amor. Estás cambiando. Estás dejando espacio para otras formas.”

Elías no entendía. ¿Cómo podía alguien vivir sin líneas, sin color, sin densidad?

Pero una mañana de otoño, Clara no despertó.

Fue entonces cuando Elías comprendió.

La vio en su lecho, serena, y la sintió más real que nunca. Clara, que había comenzado a perder sus propios colores semanas antes, ahora era apenas una silueta tenue, pero contenía toda la belleza de una vida entera. No había en ella trazo firme ni tonos vivos. Había, en cambio, una claridad profunda, como si hubiese llegado al último plano de su forma: el del alma.

Elías salió de la casa y caminó por la ciudad. Cada rostro que pasaba parecía perder y ganar color al mismo tiempo. Vio a una joven llorar en una esquina y supo que ese azul brillante en sus lágrimas era temporal. Vio a un viejo contar historias en una plaza, y notó que de su boca salían hilos dorados que apenas tocaban el aire. Vio su reflejo en una vidriera, y por primera vez, no se sintió menos por no tener forma definida.

Ya no era el dibujo que fue. Pero tampoco era vacío. Era otra cosa: un trazo en movimiento, un contorno flexible, un recuerdo que se sigue dibujando.

Y pensó que, quizás, lo más valioso no es conservar la forma, sino haberla tenido alguna vez. No es el color lo que importa, sino el haber tocado a otros con él. No es el dibujo lo que sobrevive, sino el gesto que lo inició.

Desde ese día, Elías caminó sin miedo. Sabía que seguiría perdiendo pigmentos. Sabía que se volvería cada vez más transparente, más leve, más viento. Pero también sabía que, en alguna parte, alguien lo recordaría con los colores exactos. Y eso bastaba.

Porque nadie se borra del todo, mientras haya quien recuerde cómo se dibujó su alma.

Fin,

Continuará con el siguiente capítulo titulado " Clara, en el papel del viento"-


© Berta Martín de la Parte.

Saludos cordiales para todos.

Seamos felices.💑



lunes, 28 de abril de 2025

! El peso de las alas !

©



El peso de las alas"

Me quedo porque me puedo ir cuando quiera. Lo repito como un conjuro, como una certeza que me resguarda de la jaula invisible que este lugar insiste en ser.

Afuera, el viento muerde las copas de los árboles, juega con las hojas secas y dibuja caminos de polvo en el aire. Adentro, el tiempo es un estanque, una sombra que se alarga sin moverse. Pero no me asfixia. No del todo.

Él está sentado junto a la ventana, con la misma postura con la que lo vi hace un año, hace un siglo, hace un instante. No habla, pero sus ojos me preguntan si hoy será el día en que mi sombra desaparezca de esta casa.

—¿Quieres té? —pregunto, como si ese fuera el hilo que mantiene en pie la estructura.

Asiente. Yo me levanto y dejo que el agua hierva con la paciencia de quien no teme la espera. Afuera, el viento cambia de dirección. Adentro, las paredes me observan con la indulgencia de quien sabe un secreto.

Puedo irme cuando quiera.

Esa certeza es lo único que evita que me disuelva entre estas paredes, que me vuelva uno con los muebles gastados, con el eco de los pasos en el pasillo. Porque la libertad no siempre es huir. A veces, la libertad es saber que podrías huir y elegir quedarte.

Cuando vuelvo con las tazas humeantes, su voz rompe la quietud:

—Hoy soñé que volabas.

Lo miro, esperando más.

—No tenías alas, pero volabas.

Sonrío, porque no necesito alas. Tengo la llave en mi bolsillo, el aire en mis pulmones, el viento que espera allá afuera. Tengo la certeza de que el mundo sigue existiendo más allá de esta casa, de que los caminos aún llevan a otros lugares.

Y sin embargo, me quedo.

No por miedo. No por costumbre. No porque el amor me ate a su sombra, ni porque la historia que compartimos me encadene a esta quietud. Me quedo porque en la posibilidad de irme encuentro mi libertad. Porque mi voluntad pesa más que cualquier puerta cerrada, más que cualquier murmullo del pasado.

Él sopla la superficie del té, observa el líquido temblar bajo su aliento. No me pide que me quede ni que me vaya. Sabe, como yo, que no hay barrotes más fuertes que los que uno mismo elige.

El viento empuja las ventanas. El día se pliega sobre sí mismo. Y en el fondo de mi pecho, una certeza: si un día me voy, será porque quiero. Pero hoy, hoy elijo quedarme.

Final.

© Berta Martín de la Parte.

Saludos para todos, seamos felices.



lunes, 7 de abril de 2025

¡ Por el alma de Dulcinea!

 

Imagen © Berta Martín de la Parte


¡ Por el alma de Dulcinea!

Era una noche tranquila del 2025, y en una de las salas de una antigua biblioteca que pocos recordaban, sucedió algo extraño. 
No era una biblioteca cualquiera , era un escondite de libros antiguos, de esos que llevaban siglos esperando a que alguien los abriera. Las estanterías, que estaban cubiertas de polvo y eran de madera oscura, crujían como si quisieran hablar, lo que generaba una atmósfera misteriosa y cargada de historia en el espacio.
 Algunas tenían letras doradas talladas a mano, otras mostraban cicatrices del tiempo, con marcas de dedos que alguna vez acariciaron sus estantes . Allí descansaban ediciones raras, primeras publicaciones, y volúmenes que ya nadie imprime.

Entre los pasillos, bajo la tenue luz amarilla de unas lámparas colgantes que parecían suspendidas en el pasado, se encontraban dos colosos de la literatura: Miguel de Cervantes y León Tolstói, cada uno representado por sus obras más icónicas. Sus libros no deberían haberse tocado, pero alguien, quizás por descuido o curiosidad, los había colocado juntos.

Cervantes y Tolstói habían sido puestos juntos en el mismo estante, Más aún, " Don Quijote de la Mancha" descansaba justo al lado de " Anna Karenina".

Fue entonces cuando ocurrió algo inesperado:

Las páginas comenzaron a moverse, susurrando como hojas agitadas por el viento. De pronto, una sombra emergió del tomo de Cervantes. Era él, don Quijote de la Mancha, con su armadura desgastada y su fiel lanza en mano. A su lado, aparecía Sancho Panza, su inseparable escudero, frotándose los ojos como si despertara de un sueño profundo.

—¡Por el alma de Dulcinea!— exclamó don Quijote, observando su alrededor—. Sancho, ¿Qué
clase de encantamiento es este? No reconozco este paraje ni veo a nuestros enemigos los gigantes.

Sancho, rascándose la cabeza, replicó:

—Señor, me temo que hemos sido trasladados a un lugar fuera de nuestro tiempo. Y mire usted, que esos libros no parecen molinos.

Antes de que don Quijote pudiera responder, un movimiento en el libro contiguo los interrumpió.

Desde las páginas de "Anna Karenina", surgió una figura femenina de elegancia innegable. Llevaba un vestido negro largo, de esos que caen con la elegancia de otros siglos, con bordados que brillaban apenas bajo la luz tenue. Era el tipo de prenda que hablaba de bailes en salones dorados y paseos por calles nevadas de San Petersburgo. Su rostro, hermoso y sereno, estaba marcado por una tristeza profunda, como si cargara con un amor imposible en cada mirada. Anna Karenina, con la dignidad y el dolor de quien ha amado demasiado, había cobrado vida.

—¿Dónde estoy?— preguntó ella con voz suave, mirando a su alrededor con desconcierto—. ¿Quiénes son ustedes?

Don Quijote, sin dudarlo, inclinó su cabeza y respondió:

—Dama en desgracia, no temáis. Soy don Quijote de la Mancha, caballero andante, protector de los oprimidos y salvador de doncellas en peligro. Decidme, ¿Qué infortunio os aqueja?

Anna esbozó una sonrisa triste y bajó la mirada.

—El amor... o la falta de él. Mi vida está escrita en tragedia, y mi destino está marcado por la fatalidad. No hay salvación para mí.

Sancho se acercó a su señor y, con el ceňo fruncido, murmuró:

Señor, esto me huele a uno de esos dramas de los que habla el cura los domingos, con mucho amor, mucha pena... y un final que no hay quien lo arregle. Yo digo que mejor nos damos la vuelta antes de que acabemos metidos en líos que no son nuestros.

Pero don Quijote no era de los que retrocedían ante la adversidad.

—¡De ningún modo!— exclamó—. No permitiré que la desesperanza os consuma, noble señora. ¡Yo os salvaré!

En ese momento, un nuevo resplandor iluminó la estancia. Entonces desde el interior de un voluminoso ejemplar de " Guerra y paz", surgió una figura imponente. Era León Tolstói, con su larga barba blanca como las nieves de su Rusia natal, y unos ojos que parecían haber visto todos los dolores del alma humana. Dio unos pasos, caminando con esa calma de quien conoce los laberintos del espíritu, y en su expresión había una mezcla de compasión y resignación, como si cargara sobre sus hombros las tragedias de cada uno de sus personajes. Se detuvo frente a Don Quijote, Sancho Panza y Anna Karenina, con la solemnidad de un sabio que no necesita levantar la voz para hacerse escuchar.

—Don Quijote, caballero noble, vuestra intención es buena, pero no podéis cambiar lo que ya está escrito— dijo con voz profunda—. Anna pertenece a su destino, al igual que vos al vuestro.

Pero el caballero no se dejó amilanar.

—¡Siempre hay esperanza!— proclamó, golpeando su lanza contra el suelo—. Mi deber es enfrentarme a los gigantes de la desesperación, ¡aunque solo sean sombras en el viento!

Tolstói sonrió con melancolía y miró a Anna con ternura.

—Quizás no podamos cambiar lo escrito, pero podemos ofrecer una pausa, un respiro. Por esta noche, Anna, ¿aceptaríais un cambio en vuestra historia? Un momento lejos de las páginas de vuestra tragedia.

_ Anna lo miró con una mezcla de sorpresa y desconcierto. Sus ojos recorrieron el lugar como quien despierta en un sueňo del que no recuerda haber entrado. No reconocía la época, ni siquiera el idioma que flotaba en el aire. Las estanterías altísimas, las lámparas eléctricas, el eco sutil del mundo moderno que supuraban las paredes...todo le era ajeno... Los ruidos que provenían del exterior... Acercándose a una de las ventanas, pudo contemplar "los coches" aparcados iluminados por las farolas, se preguntó en dónde estaban los carruajes, los abrigos pesados , el murmullo de la nieve cayendo sobre los tejados rusos.

Volvió la vista hacia don Quijote, y esa figura desgarbada, con su armadura vieja y su nobleza incorruptible, le pareció de pronto lo único cierto en aquel entorno desconocido. Su determinación la desconcertó tanto como la conmovió.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que quizás, solo quizás, no todo estaba perdido.

—Acepto— dijo con un suspiro.

Sancho bufó y se cruzó de brazos.

—Pues esto va a ser un lío...

Pero don Quijote sonrió, satisfecho.

—¡Entonces, partamos!— exclamó—. Esta noche, mi señora, sois libre.

Y así, bajo la luz titilante de la biblioteca, los tres personajes se alejaron juntos, mientras Tolstói y Cervantes intercambiaban una mirada cómplice, como si ya supieran que, al amanecer, todo volvería a su orden natural. Pero hasta entonces, la historia de Anna Karenina no terminaría en tragedia. Al menos, no aquella noche.

Fin

SALUDOS PARA TOD@S, inventar es también un modo de vivir!

© Berta Martín de la Parte.










DIBUJOS QUE EL TIEMPO NO BORRA: Una antología en cuatro trazos. IV " Donde se cruzan los trazos".

© Berta Martín de la Parte. Imagen creada con IA. INTRODUCCIÓN ¿Y si no fuéramos más que dibujos tridimensionales? ¿Y si la vida, con su pas...